CORTÁZAR, JULIO: Historias de cronopios y de famas

OCUPACIONES RARAS.

Conducta en los velorios

“…Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Banfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa…”

MATERIAL PLÁSTICO.

Aplastamiento de las gotas

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

BENNET, S. J. «El nudo Windsor»

«Los pájaros gorgojeaban en los árboles. Les llegaban los zumbidos sordos de los insectos y el sonido de los caballos en la distancia. Se quedaron allí un rato más, disfrutando de los rayos de sol que se colaban entre las hojas y moteaban la sombra.»

«Oyó un ruido similar a las gotas de lluvia, y comprendió que la gente del vagón estaba aplaudiendo.»

MURAKAMI, HARUKI: Al sur de la frontera, al oeste del Sol

“En el prado, aquí y allá, se veían manchas blancas de nieve endurecida.  En lo alto del puente había dos cuervos, inmóviles, que miraban hacia abajo, hacia el río, lanzando de vez en cuando agudos graznidos de reprobación.  Su voz resonaba helada en el bosque pelado, cruzaba el río y se clavaba en nuestros oídos.  Un camino estrecho sin asfaltar seguía el curso del río.  No sé hasta dónde continuaba ni adónde conducía, pero parecía sumido en un silencio terrible y daba la impresión de que no lo pisara nunca un alma. Por las cercanías no se veía ninguna casa, sólo campos helados.  En los surcos arados de los campos, la nieve se acumulaba trazando líneas de color blanco.  Había cuervos por todas partes.  Al vernos pasar, lanzaban breves graznidos, como si emitieran alguna señal para otros congéneres.”

“Shimamoto enmudeció.  Permaneció largo tiempo en silencio.  Yo seguí conduciendo sin decir nada.  Creía que ella prefería no hablar.  Opté por dejarla en paz.  Pero, de pronto, me di cuenta de que algo extraño estaba sucediendo.  Shimamoto empezó a hacer un ruido extraño al respirar.  Un ruido, para entendernos, parecido al de una máquina.  Al principio, pensé incluso que le pasaba algo al motor del coche.  Pero el ruido llegaba, sin duda alguna, del asiento de al lado.  No era un sollozo.  Era como si Shimamoto tuviera un agujero en la tráquea, como si el aire fuera escapándose por él al respirar.”

“Un silencio profundo que absorbía todos los ecos sin dejar que afloraran jamás a la superficie.  Aparte de ese silencio, no había nada más.  Era la primera vez que me enfrentaba a la imagen de la muerte.”

“Me dirigí a las profundidades de aquellas tinieblas heladas y la llamé.  Pronuncié muchas veces, en voz alta,  su nombre.  Pero mi voz se perdía en aquella nada infinita y, por más que la llamase, aquello que había en el fondo de sus pupilas no se movía ni un ápice.  Ella seguía lanzando aquel extraño estertor al respirar, aquel ruido que parecía el viento filtrándose por un resquicio.  Su respiración regular me indicaba que aún estaba en este mundo.  Pero lo que había en el fondo de sus pupilas, pertenecía por completo al más allá.”

“Dentro de esa oscuridad, pensé en la lluvia que caía sobre el mar.  La lluvia que caía furtivamente, sin que nadie lo supiera, en un vasto mar.  Las gotas de lluvia golpeaban mudas la superficie del agua, sin que ni siquiera los peces lo percibieran.

Hasta que alguien se acercó y posó suavemente su mano sobre mi espalda, seguí pensando en el mar.”

APOLLINAIRE, GUILLAUME: Caligramas

Llueven voces de mujeres como si estuviesen muertas en el recuerdo.

También tú llueves maravillosos encuentros de mi vida oh gotecitas.

Y esas nubes encabritadas se ponen a relinchar todo un universo de ciudades auriculares.

Escucha si llueve mientras la pena y el desdén lloran una antigua música.

Escucha caer los lazos que te sujetan arriba y abajo.

ASTURIAS, MIGUEL ÁNGEL: El señor presidente

 «Cuatro sombras sacerdotales señalaban las esquinas del patio, las cuatro vestidas de musgo de adivinaciones fluviales, las cuatro con las manos de piel de rana más verde que amarilla, las cuatro con un ojo cerrado en parte de la cara sin tiznar y un ojo abierto, terminado en chichita de lima, en parte de la cara comida de oscuridad. De pronto, se oyó el sonar de un tún, un tún, un tún, un tún, y muchos hombres untados de animales entraron saltando en filas de maíz. Por las ramas del tún, ensangrentadas y vibrátiles, bajaban los cangrejos de los tumbos del aire y corrían los gusanos de las tumbas del fuego. Los hombres bailaban para no quedar pegados a la tierra con el sonido del tún, para no quedar pegados al viento con el sonido del tún, alimentando la hoguera con la trementina de sus frentes.»

«Un grito se untó a la oscuridad que trepaba a los árboles y se oyeron cerca y lejos las voces plañideras de las tribus que abandonadas en la selva, ciega de nacimiento, luchaban con sus tripas -animales del hambre-, con sus gargantas -pájaros de la sed- y su miedo, y sus bascas, y sus necesidades corporales, reclamando a Tohil, Dador del Fuego, que les devolviera el ocote encendido de la luz. Tohil llegó cabalgando un río hecho de pechos de paloma que se deslizaba como leche. Los venados corrían para que no se detuviera el agua, venados de cuernos más finos que la lluvia y patitas que acababan en aire aconsejado por arenas pajareras. Las aves corrían para que no se parara el reflejo nadador del agua. Aves de huesos más finos que sus plumas. ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!…, retumbó bajo la tierra. Tohil exigía sacrificios humanos. Las tribus trajeron a su presencia lo mejores cazadores, los de la cerbatana erecta, los de las hondas de pita siempre cargadas. «Y estos hombres, ¡qué!; ¿cazarán hombres?», preguntó Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Re-túntún!…, retumbó bajo la tierra. «¡Cómo tú lo pides -respondieron las tribus-, con tal que nos devuelvas el fuego, tú, el Dador de Fuego, y que no se nos enfríe la carne, fritura de nuestros huesos, ni el aire, ni las uñas, ni la lengua, ni el pelo! ¡Con tal que no se nos siga muriendo la vida, aunque nos degollemos todos para que siga viviendo la muerte!» «¡Estoy contento!», dijo Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Retún-tún!, retumbó bajo la tierra. «¡Estoy contento! Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera vida. ¡Que se me baile la jícara!»

    Y cada cazador-guerrero tomó una jícara, sin despegársela del aliento que le repellaba la cara, al compás del tún, del retumbo y el tún de los tumbos y el tún de las tumbas, que le bailaban los ojos a Tohil.»

  «Y ese río que corría sobre el techo, mientras arreglaba los baúles, no desembocaba allí en la casa, desembocaba muy lejos, en la inmensidad que daba al campo, tal vez al mar. Un puñetazo de viento abrió la ventana; entró la lluvia como si se hubieran hecho añicos los cristales, se agitaron las cortinas, los papales sueltos, las puertas, pero Camila siguió en sus arreglos; la aislaba el hueco de los baúles que iba llenando y aunque la tempestad le prendiera alfileres de relámpago en el pelo, no sentía nada lleno ni diferente, sino todo igual, vacío, cortado, sin peso, sin cuerpo, sin alma, como estaba ella.»

«Cara de Ángel cerró los baúles sin apartar los ojos de los de su esposa cariñosos y zonzos. Llovía a cántaros. El agua se escurría por las canales con peso de cadena. Los ahogaba la aflictiva noción del día próximo, ya tan próximo, y sin decir palabra -todo estaba listo- se fueron quitando los trapos para meterse en la cama, entre el tijereteo del reloj que les hacía pedacitos las últimas horas -¡tijeretictac!, ¡tijeretictac!, ¡tijeretictac!…- y el zumbido de los zancudos que no dejaban dormir.»

«La bulla de las criadas, que andaban persiguiendo un pollo entre los sembrados, llenó el patio. Había cesado la lluvia y el agua se destilaba por las goteras como en una clepsidra. El pollo corría, se arrastraba, revoloteaba, se somataba por escapar a la muerte.»

«Las criadas no paraban. Carreras. Gritos. El pollo se les iba de las manos palpitante, acoquinado, con los ojos fuera, el pico abierto, medio en cruz las alas y la respiración en largo hilván.»

«Camila cerró los ojos… El peso de su marido… el aleteo… La queda mancha… El reloj, más lento, ¡tijeretic!, ¡tijeretac!, ¡tijeretic!, ¡tijeretac!…

    Cara de Ángel se apresuró a hojear los papeles que el Presidente le había mandado con un oficial a la estación. La ciudad arañaba el cielo con las uñas sucias de los tejados al irse quedando y quedando atrás.»

«Cara de Ángel abandonó la cabeza en el respaldo del asiento de junco. Seguía la tierra baja, plana, caliente, inalterable de la costa con los ojos perdidos de sueño y la sensación confusa de ir en el tren, de no ir en el tren, de irse quedando atrás del tren, cada vez más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, cada vez más atrás, cada vez más atrás, cada vez más atrás, más y más cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada ver cada ver cada ver cada ver…»

«Remotamente se oían clarines, sumisión del pueblo nómada, y campanas que decían por los fieles difuntos de tres en tres toques trémulos: ¡Lás-tima!…¡Lás-tima!…¡Lás-tima!…»

«A cada rato el corazón me hacía pon-gón, pon-gón, pon-gón…»

TANIZAKI, JUNICHIRO: El elogio de la sombra

“Aún a riesgo de repetirme, añadiré que cierto matiz de penumbra, una absoluta limpieza y un silencio tal que el zumbido de un mosquito pueda lastimar el oído son también indispensables.  Cuando me encuentro en dicho lugar me complace escuchar una lluvia suave y regular.  Eso me sucede, en particular, en aquellas construcciones características de las provincias orientales donde han colocado a ras del suelo unas aberturas estrechas y largas para echar los desperdicios, de manera que  se puede oír,  muy cerca, el apaciguante ruido de las gotas que, al caer del alero o de las hojas de los árboles, salpican el pie de las linternas de piedra y empapan el musgo de las losas antes de que las esponje el suelo.  En verdad, tales lugares armonizan con el canto de los insectos, el gorjeo de los pájaros y las noches de luna; es el mejor lugar para gozar de la punzante melancolía de las cosas en cada una de las cuatro estaciones  y los antiguos poetas de haiku han debido de encontrar en ellos innumerables temas. Por lo tanto no parece descabellado pretender  que  es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento.”

“Siempre que oigo el ruido semejante al canto de un insecto lejano, ese silbido ligero que perfora el oído, emitido por el cuenco de sopa que  tengo ante mí, y saboreo por anticipado y en secreto el perfume del brebaje, me encuentro transportado al terreno del éxtasis.  Se dice que los amantes del té, al oír el ruido del agua hirviendo, que a ellos les evoca el viento en los pinos, experimentan un arrebato parecido tal vez al que yo siento.”

TANIZAKI, JUNICHIRO: Cuentos de amor

“La niña lo escuchó y lanzó un gemido fino como un hilo”

“El contacto con el kimono interior, con el cuello, con el koshimaki, esa especie de combinación de crepé que va debajo, con las mangas largas de seda roja haciendo frufrú, comunicaba a mi piel sensaciones desconocidas y voluptuosas, comparables a las que debe experimentar con delicia la epidermis femenina.”

“Cada una de sus palabras, cada una de sus frases despedían un eco tan melancólico que resonaban en mi pecho como la melodía de un país remoto.”

“Apenas giró el tirador, el desconocido entró tambaleándose y el eco de sus pisadas retumbó como si calzara unos zapatos muy pesados”

“Posteriormente, como Gotoba, condenado por haber conspirado contra el sogunato, fue desterrado a la isla de Oki, donde pasó diecinueve años, quizá recordara con frecuencia, al oír el sonido de las olas y el viento de aquella inhóspita isla, el paisaje de Yamazaki y las espléndidas fiestas celebradas en palacio.  Yo soñaba con aquellas celebraciones mientras resonaba en el fondo de mis oídos el sonido de los instrumentos de viento y cuerda, el arrullo del agua de la fuente y la charla amena de los nobles.”

“Después de apurar la última gota, tiré la botella al río.  Entonces advertí que las hojas del cañaveral temblaban.  Miré hacia el lugar de donde procedía el susurro de las cañas al moverse.  Entre las cañas había un hombre agachado, como si fuera mi sombra.”

“Me vi casi obligado a aceptar el recipiente y el hombre me sirvió el sake, que emitía un sonido agradable al ir cayendo en el cuenco.”

“Tal vez por eso me parece saborear mejor la verdadera esencia de los poemas antiguos, esos versos que dicen: “Me ha sorprendido el ruido del viento”, o “El viento otoñal hace temblar la persiana de bambú de mi estancia.  Pero no detesto el otoño a pesar de su melancolía.”

“Cuando pasamos delante del chalet de un vecino acaudalado de la zona, de entre los árboles frondosos nos llegó el sonido de los tres instrumentos tradicionales de cuerda, ya sabe usted, el koto, el shamisen y el kokyu.  Mi padre se acercó a la puerta de entrada y aguzó el oído.  Bordeó el muro alrededor de la casa grande y yo lo seguí.  Al aproximarnos al jardín del fondo, oí más claramente la melodía del koto y del shamisen, junto con un murmullo sutil.  En esa zona había un seto verde en lugar de muro y mi padre atisbó por el intersticio del follaje sin moverse.  Con la cara pegada al seto, yo lo imité y me puse a mirar por el espacio libre que dejaban las hojas.  En el jardín de césped había una colina y un estanque con una fuente.  Vi que en un pabellón que se elevaba sobre una isleta artificial en el estanque, tan alto como el de un edificio de la era Heian y rodeado por una galería, cinco o seis hombres y mujeres celebraban un banquete.  Al lado de la barandilla había una mesa con botellas de sake, velas y ramas decoradas.  Parecía que celebraban una fiesta de plenilunio.  Una mujer tocaba el koto sentada en el lugar de honor; una criada con el pelo recogido al estilo shimada, el shamisen, y un maestro músico, el kokyu.  Los veíamos bien desde que estábamos así como a unas criadas que, también con peinados simada, bailaban agitando abanicos delante de un biombo dorado, aunque no podíamos verle la cara.”

“Parece ser que su motivación principal era silenciar los rumores.”

“Durante un rato se apreció un ruido que se acercaba de lejos y luego se alejaba.  Mientras la mujer decidía si se trataba de un chaparrón, el ruido se acercó de nuevo desde la lejanía, y cuando parecía sonar encima del techo, se alejó sigilosamente y después se desvaneció.  Al cabo de un rato, el ruido empezó a escucharse otra vez.  ¿Dónde estaría Lily en este instante? ¡Ah, si por lo menos estuviera de regreso en la casa de Ashiya!  Extraviada en una noche tan lluviosa se calaría por completo.  Shinako estaba preocupada porque no había avisado todavía a Tsukamoto de la fuga de la gata.”

“Entonces, una vez que el chaparrón aporreó nuevamente el tejado, algo chocó con el cristal de la ventana,  la mujer se puso de mal humor: creyó que el ruido era causado por el viento.  Luego, algo más pesado que el viento impactó contra el cristal dos veces seguidas y se oyó apenas:

  •  Miau.

La mujer no se podía creer que la gata hubiera regresado allí a esas horas de la madrugada.  Sorprendida, aguzó los oídos.  Se oyó de nuevo:

  •  Miau.

Tras este maullido, hubo otro golpeteo en la ventana.  Shinako se levantó corriendo y descorrió la cortina.  Esta vez se oyó claramente más allá de la puerta:

  •  Miau.

Una vez más sonó el golpe en el vidrio, al tiempo que pasó una sombra negra.  Shinako, que podía reconocer los maullidos de Lily, estaba segura de que la sobra era la suya.  La gata nunca había maullado estando en su habitación, pero sin duda era el mismo maullido que la mujer escuchaba a menudo en la época de Ashiya.”

PÉREZ REVERTE, ARTURO: El maestro de esgrima

“Callaron ambos, escuchando el rumor de la fuente, y la suave racha de aire tibio volvió a agitar las ramas de los sauces.  Entonces el maestro de esgrima pensó en Adela de Otero, miró de soslayo a Luis de Ayala y percibió en su propio interior un ingrato murmullo de remordimiento.”

“Sobrevino un silencio absoluto, con apariencias de eternidad.  Y sólo cuando aquel silencio se hizo insoportable, sonó de nuevo la voz de ella:

  • Siempre hay una historia que contar.”

“Sobre el tejado golpeaba el agua con fuerza, y un par de veces tuvo que levantarse para colocar recipientes bajo las goteras que se desplomaban del techo con irritante y líquida monotonía.”

“El sonido de un carruaje que pasaba por la calle le llegó a través de la ventana abierta y atrajo su atención durante algún tiempo.  Contuvo el aliento mientras escuchaba, atento al menor sonido que indicase peligro, y permaneció así hasta que el ruido se alejó calle abajo, apagándose en la distancia.  En otra ocasión le pareció percibir un crujido en la escalera y mantuvo largo rato los ojos clavados en la azulada penumbra del vestíbulo, mientras su mano derecha rozaba la culata del revólver.

Un ratón iba y venía sobre el cielo raso.  Levantó los ojos hacia el techo, escuchando el suave roce con que el pequeño animal se movía entre las vigas.

Algo había sonado en la escalera, como un roce contenido.

Sonó un crujido metálico.  Alguien movía el picaporte.  Se escuchó un leve chirrido cuando la puerta giró sobre los goznes.  El maestro dejó salir suavemente el aire de los pulmones, volvió a respirar hondo y contuvo otra vez el aliento.  Su índice se apoyó con mayor presión sobre el gatillo.  Dejaría que la primera silueta se enmarcase en la mitad del recibidor, y entonces le pegaría un tiro.

  • ¿Don Jaime?

La voz había sonado en un susurro, interrogante.

La voz del maestro de esgrima sonó con un siseo apagado.

La voz sonaba neutra, distante.

Un opresivo silencio se instaló entre ambos.

Después, paralizado por el horror, vio cómo ella echaba hacia atrás la cabeza y soltaba una carcajada siniestra, resonó como un fúnebre tañido.

  • Pobre maestro…-las palabras salieron lentamente de la boca de la mujer, desprovistas de entonación, como si se estuviesen refiriendo a una tercera persona cuya suerte le era indiferente.  No había en ellas odio ni desprecio; tan sólo una fría, sincera conmiseración -.  Ingenuo y crédulo hasta el final, ¿no es cierto?… ¡Pobre y viejo amigo mío!

Dejó escapar otra carcajada y observó a don Jaime con curiosidad.  Parecía interesada en ver con detalle la alterada expresión que el espanto fijaba en el rostro del maestro de esgrima.

  • De todos los personajes de este drama, señor Astarloa, usted ha sido el más crédulo; el más entrañable y digno de lástima –las palabras parecían gotear lentamente en el silencio-.

Se le había ido acercando sin dejar de hablar, como una sirena que embrujase con su voz a los navegantes mientras el barco se precipitaba hacia un arrecife.”

“De la calle ascendía un rumor lejano, semejante a los embates de una tormenta en el mar cuando la espuma rompe con furia contra las rocas.  A través de los postigos se escuchaba, apagado, el clamor de voces que festejaban alborozadas el nuevo día que les aportaba la libertad.”

PÉREZ REVERTE, ARTURO: El club Dumas

“De codos sobre los garabatos húmedos, junto a las palancas de la cerveza a presión, Makarova emitió un gruñido escéptico.”

“Tenía la voz grave, un poco ronca.  El eco de una mala noche.”

“Con la mirada fija en las paredes cubiertas de libros, Liana Taillefer guardó silencio.  Un silencio incómodo, se dijo Corso; tal vez algo forzado, con el aire absorto como recurso.”

Se reía a solas cuando descolgó el teléfono, marcando el número de La Ponte.  El ruido del disco al girar sonaba en el silencio del cuarto.  Había libros en las paredes, tejados húmedos de lluvia al otro lado del mirador oscuro.”

“La voz soñolienta de La Ponte sonó en el teléfono.”

“Tras un silencio desconcertado, La Ponte respondió que se alegraba mucho.”

“El taconeo de la secretaria redoblaba en el suelo de madera barnizada.  Lucas Corso la siguió por el largo pasillo –paredes color crema suave, luces indirectas, música ambiental- hasta llegar a una pesada puerta de roble.  Obedeció la indicación de aguardar un instante y después, cuando la secretaria se hizo a un lado dedicándole una sonrisa breve e impersonal, entró en el despacho.”

“En el rincón de su cerebro donde residía el instinto de cazador, algo empezó a latir fuera de lugar.  Tic, tac.  El sonido casi imperceptible de una máquina desajustada.”

“-Corso sostuve de nuevo el libro, sujetó el corte de sus páginas con el pulgar y las hizo correr aguzando el oído, atento al sonido que producían-.  Hasta el papel suena como debe.”

“Un ángel –xilografiado por Durero- batió con suavidad sus alas tras el cristal de un marco, en la pared, mientras los zapatos de Corso giraban despacio sobre el mármol negro del suelo.”

“Subió al cadalso sin aceptar reconciliarse con Dios y guardaba silencio obstinado.  Cuando prendieron fuego el humo empezó a sofocarlo.  Desorbitó los ojos con grito terrible, encomendándose al Padre.  Muchos presentes santiguábanse porque pedía clemencia a Dios en la muerte.  Otros dicen que gritó al suelo, o sea a las entrañas de la tierra…”

“Un reloj dio tres campanadas y las palomas levantaron el vuelo desde la torre y los tejados…… La ginebra le daba una grata sensación de distanciamiento, acolchaba sonidos e imágenes del exterior.”

“El lugar se veía desierto, y sus pasos resonaban bajo la bóveda.  Una vez creyó escuchar algo a su espalda.  Algún cura llegaba tarde al confesionario.”

“Tras un silencio cortés, Corso decidió devolverme el control de la situación.”

“El silencio era casi absoluto, roto únicamente por el crujir de sus zapatos sobre la gravilla de la cuneta, o el goteo de los canalillos de agua ladera abajo, entre la jara y la hiedra, invisibles en la oscuridad.”

“Apenas llegó al hotel hizo varias llamadas telefónicas.  La primera fue al número de Lisboa que tenía en la agenda; y tuvo suerte, porque Amílcar Pinto estaba en casa: lo averiguó tras conversar con su malhumorada mujer, con sonido de fondo de un televisor a todo volumen, llanto agudo de críos y violenta discusión entre voces adultas que llegaban a través del auricular de baquelita negra.”

“Corso blasfemó en voz baja y a conciencia, igual que si estuviese murmurando una oración.  Después miró a su alrededor los libros en las paredes, sus lomos oscuros y usados, y le pareció que un extraño, lejano rumor, llegaba hasta él desde el interior de éstos.  Cada uno de aquellos volúmenes cerrados era una puerta tras la que se agitaban sombras, voces, sonidos, abriéndose paso hasta él desde un lugar profundo y oscuro.  Entonces se le erizó la piel.  Como a un vulgar aficionado.”

“Gracias a eso no sintió demasiado dolor al rodar por la escalera golpeándose con las aristas de piedra, y llegó abajo contuso aunque consciente; quizás un poco sorprendido de no escuchar el splash –onomatopeya conradiana, fue la absurda asociación- de su cuerpo en las aguas del río.”

“Corso escuchó un lejano grito de dolor –que sospechó procedía de su propia garganta- cuando el otro le asestó una limpia y precisa patada en los riñones.”

“Se escuchó un ruido espeso –paf, o tal vez tump– y Rochefort desapareció del campo de visión de Corso igual que si lo hubieran sacado de allí con un resorte.”

“La luz que venía del puente le iluminaba la cicatriz, y Corso tuvo tiempo de ver su gesto de estupor antes de que la chica emitiese de nuevo aquel grito seco, cortante como un cuchillo…”

“La Ponte escuchaba con mucha atención; casi podía oírse el ruido de su cerebro cavilando.”

“A través de la ventana cerrada, entre el viento y la lluvia, llegó el sonido del reloj de un campanario.  Casi al mismo tiempo, once campanadas gemelas se escucharon en el interior de un edificio, pasillo y escaleras abajo.”

“Estaba pendiente de la puerta.  Con la última campanada se había escuchado un ruido en ella, y por los ojos de la mujer cruzó un reflejo de triunfo.”

“Desde su posición estuvo oyendo el ruido lejano de la llamada a través de la línea hasta que un clic lo interrumpió.”

“-Su Eminencia aguarda, caballero- dijo.  Y soltó una carcajada perfecta, breve y seca, de esbirro cualificado.”

“Salieron a la calle, en la tormenta.  Rochefort había puesto la carpeta con el manuscrito Dumas bajo el impermeable para protegerla de la lluvia, y guiaba a Corso por las callejeulas que conducían a la parte vieja del pueblo.  Ráfagas de agua agitaban las ramas de los árboles, repiqueteando ruidosamente en los charcos y sobre los adoquines; gruesas gotas le caían a Corso por el pelo y la cara.  Se levantó el cuello del gabán.  El pueblo estaba a oscuras y no se veía un alma; sólo el resplandor de la tempestad iluminaba las calles a intervalos, recortando tejados de edificios medievales, el perfil sombrío de Rochefort bajo el ala goteante del sombrero, las siluetas de los dos hombres en el suelo mojado, quebradas en violentos zigzags con las descargas eléctricas que sonaban igual que truenos del diablo al golpear, semejantes a latigazos, la agitada corriente del Loira.

-Hermosa noche- dijo Rochefort, vuelto hacia Corso para hacerse oír sobre el estruendo.”

“Rochefort empuñaba una pequeña linterna, alumbrando las escalera larga y estrecha que se perdía en dirección al sótano.

-Vaya delante- dijo.

Los pasos resonaban en las revueltas del pasadizo.”

“La linterna, milagrosamente intacta, iluminó varios momentos de la escena al caer rodando por la escalera: Rochefort con los ojos desencajados y una expresión de sorpresa en la cara, Rochefort piernas por alto intentando asirse desesperadamente al vacío, Rochefort a punto de desaparecer tras la revuelta de la escalera de caracol, el sombrero de Rochefort rodando de peldaño en peldaño hasta detenerse en uno de ellos… Y algo después, seis o siete metros más abajo, un ruido sordo, algo así como un clunc.  O tal vez plaf.”

“…en una mano la linterna y en la otra la navaja de Rochefort, que se abrió en su palma con amenazador chasquido automático.”

“Cuando empujó la verja, el silencio se mantenía perfecto.  Ni siquiera las suelas de sus zapatos levantaron el menor eco al caminar sobre la piedra que enlosaba el patio, gastada por pasos muertos y lluvia de siglos.  La escalera arrancaba de allí, estrecha y empinada, bajo una bóveda de medio punto a cuyo término se veía la puerta, pesada y con gruesos clavos, oscura y cerrada: la última puerta.”

“Respiró un par de veces y se entretuvo en contar diez latidos de su corazón antes de apretar los dientes, después los puños, y golpear de nuevo.  Un reguero de sangre brotó ahora de la boca desencajada del librero.  Seguía murmurando su plegaria, impresa en los labios tumefactos una sonrisa alucinada, absurda, de extraño gozo.  Corso lo agarró por el cuello de la camisa para arrastrarlo, brutal, fuera del círculo antes de golpear otra vez.  Sólo entonces Varo Borja exhaló un gemido animal, de angustia y dolor, y, pateando, zafándose con inesperada energía, se arrastró a gatas hasta el círculo.”

“Y en ese momento, al extremo de la escalera que dejaba atrás, al otro lado de la última puerta del reino de las sombras, allí donde jamás llegaría la luz de ese amanecer en calma, sonó un grito.  Un alarido desgarrado, inhumano, de horror y desesperación, en el que apenas pudo reconocer la voz de Varo Borja”

NERUDA, PABLO: Navegaciones y regresos

TEMPESTAD CON SILENCIO

TRUENA sobre los pinos.
La nube espesa desgranó sus uvas,
cayó el agua de todo el cielo vago,
el viento dispersó su transparencia,
se llenaron los árboles de anillos,
de collares de lágrimas errantes.

Gota a gota
la lluvia se reúne
otra vez en la tierra.

Un solo trueno vuela
sobre el mar y los pinos,
un movimiento sordo:
un trueno opaco, oscuro,
son los muebles del cielo
que se arrastran.

De nube en nube caen
los pianos de la altura,
los armarios azules,
las sillas y las camas cristalinas.

Todo lo arrastra el viento.

Canta y cuenta la lluvia.

Las letras de agua caen
rompiendo las vocales
contra los techos. Todo
fue crónica perdida,
sonata dispersada gota a gota:
el corazón del agua y su escritura.
Terminó la tormenta.
Pero el silencio es otro.