CORTÁZAR, JULIO: Historias de cronopios y de famas

OCUPACIONES RARAS.

Conducta en los velorios

“…Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Banfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa…”

MATERIAL PLÁSTICO.

Aplastamiento de las gotas

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

DARÍO VOLONTÉ: La guerra se jugó por una causa noble. Diario La Nación

Impresionante descripción sonora de lo que fue el hundimiento del CRUCERO ARA GENERAL BELGRANO (el 2 de mayo de 1982), durante la guerra de Malvinas.

https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/el-heroe-de-malvinas-que-descubrio-el-don-de-una-voz-fabulosa-en-el-coro-de-la-iglesia-y-hoy-es-un-nid04052024/#/

“…Se convirtió en uno de los tenores líricos más emocionantes del nuevo milenio…»

«Uno de los hitos que marcaron esa trayectoria fue su debut en el Teatro Colón cantando el intermedio épico de Aurora (erigido en himno al pabellón nacional) de la ópera de Héctor Panizza, con una interpretación antológica que en 1999 lo elevó a una categoría única: la del veterano de Malvinas que le cantaba a la bandera y estremecía, con la presencia y la belleza de sus vibrantes agudos, las fibras más profundas del público argentino, dándole voz al despertar de una conciencia patriótica.”

“A la orden de Thatcher –“¡Disparen a hundir!”–, el submarino nuclear Conqueror lanzó tres torpedos. Dos impactaron en el Belgrano. El primero en el centro del buque, en el área de máquinas y generadores que lo dejó a oscuras y provocó el mayor número de víctimas: 274 marineros muertos en esa explosión. Y dos minutos después, el segundo disparo que le arrancó 12 metros a la proa ocasionando la inclinación del coloso de 188 metros y su hundimiento en menos de una hora. A los 20 minutos del ataque, el capitán de navío Héctor Bonzo dio la orden de abandonar la nave que inexorablemente se iba a pique en un movimiento vertical. A las 5 de la tarde de ese domingo 2 de mayo, se sumergía en el lecho de las heladas aguas del Atlántico Sur, en una tumba de guerra a 4200 metros de profundidad, ese eterno guardián de acero del mar argentino llamado Crucero General Belgrano.”

“Nos enseñaban prevenciones, cumplíamos los entrenamientos y simulacros al pie de la letra. Cuando sonaba la bocina de combate, rápidamente se armaba una estructura para defender el buque y atacar al enemigo, ubicar la posición, cubrir a los compañeros y quedarse en el puesto por cualquier cosa pase.”

“Si el simulacro era de abandono, con o sin luz, como desgraciadamente nos tocó, nos llegaba la orden del comando y teníamos que ir a formarnos delante de las balsas asignadas. Te pegabas algún palo en el camino, pero aprendías. En el momento de la explosión, era ayudar en todo: rescatar heridos y desmayados, arrastrarlos a cubierta, acomodarlos para las balsas. Cuando te pegan abajo, el agua entra muy rápido y te va inundando a una velocidad de locos. Y a esa velocidad con que viene subiendo el mar, no solo hay que sacar heridos, también cerrar compuertas asegurándose de que no queden compañeros del otro lado porque se van con el barco. Los buques de guerra, preparados para recibir impactos, tienen compartimentos que permiten aislar los daños y mantener la estanqueidad para ganar tiempo, responder el ataque, retrasar el hundimiento, contraatacar si se puede y rescatar la mayor cantidad de gente posible. Ahí el agua te va apurando mezclada con el petróleo, el gasoil y el fueloil naval, que es como un diésel negro que se recalienta en las calderas para hacerse fluido y entrar en los quemadores.” 

“¿Cómo se sintió el impacto en tu posición? –Recién tomaba la guardia. Mi compañero me había pasado el cuadro de novedades (en la jerga militar) hacía 10 minutos cuando se escucharon las explosiones. Las sentí como si estuviera en un ascensor y de pronto cayera un metro y con el segundo torpedo, otro metro más. Todo se frenó de golpe. Se produjo un silencio mortal y ahí vino la segunda explosión. Fue como si me sacaran el piso violentamente, dos veces en seco. En la panza del buque no tenía noción de que venía de un submarino. Esperaba los bombazos desde arriba. Al comienzo pensé que era aéreo porque al golpear una sección no acorazada, se quebró la columna del buque y se hizo ese movimiento brusco justo donde estábamos nosotros, debajo de las máquinas, donde van las turbinas. Allí fallecieron todos mis compañeros, hermanos de la guerra y de la vida. Murieron inmediatamente porque donde pegó, explotó y empezó a entrar el agua. Ahí estaban los generadores de electricidad. Se produjo un gran incendio. Nos quedamos a oscuras y en la Marina sabemos que cuando hay blackout a bordo, la parte electrónica es insalvable y la historia no tiene retorno. Pero gracias a los simulacros y entrenamientos con los ojos cerrados, pude salir. ¡¿Están todos bien, están todos bien?! Gritábamos a medida que subíamos a cubierta socorriendo gente, sobre todo a los quemados graves. Fue algo tan intenso y tan dramático, las imágenes fueron tantas y tan fuertes, desde el bombardeo hasta salir a la superficie fue una tragedia impresionante, una cantidad de escenas y de sufrimiento, de un dolor y dramatismo como casi ninguna persona puede llegar a experimentar a lo largo de toda una vida.”

“La orden del comandante fue abandonar la nave y eso hicimos porque dependemos de una estructura militar que es vertical: cada uno en su puesto dando todo de sí… Nos dirigimos a las balsas asignadas. Ahí tomamos cuenta de la gente que faltaba. Normalmente debían ir 15 tripulantes. Los que faltaban se habían ido con el barco. Otros compañeros perdieron sus balsas por la escora entonces buscaban lugares libres. Empezaba a oscurecer, estaba nublado y se desató esa famosa tormenta. La sensación térmica marcaba 15º a 20º bajo cero. Las olas trepaban hasta 20 metros y, de hecho, esas condiciones climáticas adversas y la falta de visibilidad, demoraron el rescate. No era fácil arrojarse a las balsas desde esa altura y acertarle porque con la furia del viento y el mar encrespado, a pesar de que los cabos estabilizaban un poco, la maniobra era difícil porque se ondulaban y se sacudían mucho. Algunos bajaron ayudados con sogas, otros cayeron al agua y lamentablemente sufrieron hipotermia.”

“–¿Qué sucedía en la balsa? ¿Cómo fue atravesar esas horas a la deriva? –Un gran silencio. Arriba de la balsa viví la experiencia más zen de mi vida. Es el presente absoluto, ahí las palabras son una ilusión. Cuando uno pelea por la supervivencia y por existir, al instante siguiente no hay nada más que eso. Se ponen en alerta la conciencia y los sentidos, pero el pensamiento se cancela. Fueron 30 horas del samba más violento del mundo, que era a la vez un freezer donde te tiraban agua helada todo el tiempo. Los golpes, la presión del mar sobre el techo y las paredes, un mareo terrible y un dolor como agujas en el cuerpo que se iba congelando. Ahí éramos todos iguales. Creo que fuimos 23. En un punto, la balsa empezó a desinflarse. Había que encontrar el inflador y el pico en la oscuridad. ¡Lo encontramos! Pasamos la noche turnándonos para calentarnos con el movimiento porque sabíamos por los cursos que, con la deshidratación por el frío extremo, si uno se duerme, tal vez no se despierta más. Había que permanecer despiertos porque en eso nos iba la vida. Hacíamos silencio, pero escuchábamos el mar, y en un momento, cuando la balsa que iba atada a la nuestra empezó a desinflarse, escuchamos los gritos de los muchachos que se fueron al agua y no pudieron salvarse… Nadie hablaba. Nosotros evitamos que se diera vuelta, pero la tormenta nos mató a palos toda la noche y en lo que dura ese tiempo interminable cuando la balsa se sumerge y estamos aguantando con los brazos todo el peso del océano sobre el techo, el agua que nos aplasta y nos hunde cada vez más sin saber si salimos a flote…”

“–Hablás del Crucero como uno de los grandes caídos… –La manera en que se hundió fue de una nobleza emocionante. Se murió heroica y honorablemente sin tragarse a nadie. El agua le fue entrando y a medida que el peso lo vencía, giró como un tirabuzón de forma tal que no dio una vuelta de campana con la que nos hubiese arrastrado a todos. Era un compañero más y gracias a ese modo suyo de irse a pique, pudimos salvar a tantos. Solo se llevó las almas de quienes fueron muertos por el enemigo. Cuando el agua entró en las calderas, sentí cómo la incandescencia del metal produjo un ruido a tripas, un crujido fuerte y visceral, lleno de unas explosiones internas que se iban apagando a medida que se lo tragaba el mar. Se fue en su último viaje con ese dolor profundo en las entrañas, armado con sus notas y su propia melodía. Por eso, el Crucero es nuestro honor y gloria, uno de los grandes veteranos de esta guerra.”

“Nos localizaron los aviones de la Armada y varias horas más tarde vimos las primeras luces del busque de rescate: el aviso Gurruchaga. Fue como si me pasaran 30 años por encima, uno por cada hora de naufragio. Nos tiraron las redes para treparnos desde las balsas que arrimábamos con unos cabos en una maniobra compleja. Arriba nos dieron ropa seca y comida caliente…”

“ …¡Arriba, arriba! nos alentaban desde el buque. ¡A cambiarse la ropa que hace frío! Era una especie de continuidad de nuestra profesión, una ceremonia que se extiende a lo largo de lo que dura la guerra. ¡Bienvenidos a bordo, muchachos! nos decían con unas palmadas a medida que íbamos entrando y, de tanto en tanto, ese silencio fatal que se rompía con el grito de alguno a la voz de ¡Viva la patria! ¡Viva!”

VENTURINI, AURORA: Las amigas

«Entre las dos cae un manto de silencio más rígido que la rigidez de Matilde de un ratito atrás y come más del silencio que del plato y come por compromiso y le digo si no tenés ganas dejalo estoy acostumbrada a aceptar fatalidades.»

«Voy entrando en soponcio de duro silencio que ella triza de un golpe de hacha por lo brutal y declara que mire señorita no sé cómo pero caí en lo mismo de antes porque regresó a la villa cuando abandonó… mi guarda… llamémoslo así.»

GALLEGOS, RÓMULO: El piano viejo (cuento completo)

Eran cinco hermanos: Luisana, Carlos, Ramón, Ester, María. La vida los fue dispersando, llevándoselos por distintos caminos, alejándolos, maleándolos. Primero, Ester, casada con un hombre rico y fastuoso; María, después, unida a un joven de nombre sin brillo y de fama sin limpieza; en seguida, Carlos, el aventurero, acometedor de toda suerte de locas empresas; finalmente Ramón, el misántropo que desde niño revelara su insana pasión por el dinero y su áspero amor a la soledad; todos se fueron con una diversa fortuna hacia un destino diferente.

Solo permaneció en la casa paterna Luisana, la hermana mayor, cuidando al padre, que languidecía paralítico lamentándose de aquellos hijos en cuyos corazones no viera jamás ni un impulso bueno ni un sentimiento generoso. Y cuando el viejo moría, de su boca recogió Luisana el consejo suplicante de conservar la casa de la familia dispersa, siempre abierta para todos, para lo cual se la adjudicaba en su testamento, junto con el resto de su fortuna, a título de dote.

Luisana cumplió la promesa hecha al padre, y en la casa de todos, donde vivía sola, conservó a cada uno su habitación, tal como la había dejado, manteniendo siempre el agua fresca en la jarra de los aguamaniles, como si de un momento a otro sus hermanos vinieran a lavarse las manos, y en la mesa común, siempre aderezados los puestos de todos.

Tú serás la paz y la concordia, le había dicho el viejo, previendo el porvenir, y desde entonces ella sintió sobre su vida el dulce peso de una noble predestinación.

Menuda, feúcha, insignificante, era una de esas personas de quienes nadie se explica por qué ni para qué viven. Ella misma estaba acostumbrada a juzgarse como usurpadora de la vida, parecía hacer todo lo posible para pasar inadvertida: huía de la luz, refugiándose en la penumbra de su alcoba, austera como una celda; hablaba muy poco, como si temiera fatigar el aire con la carga de su voz desapacible, y respiraba furtivamente el poquito de aliento que cabía en su pecho hundido, seco y duro como un yermo.

Desde pequeñita tuvo este humildoso concepto de sí misma: mientras sus hermanos jugaban al pleno sol de los patios o corrían por la casa alborotando y atropellando con todo, porque tomaban la vida como cosa propia, con esa confianza que da el sentimiento de ser fuertes, ella, refugiada en un rincón, ahogaba el dulce deseo de llorar, único de su niñez enfermiza, como si tampoco se creyera con derecho a este disfrute inofensivo y simple. Crecieron, sus hermanas se volvieron mujeres, y fueron celebradas y cortejadas, y amaron, y tuvieron hijos; a ella, siempre preterida, que hasta su padre se olvidaba de contarla entre sus hijos, nadie le dijo nunca una palabra amable ni quiso saber cómo eran las ilusiones de su corazón. Se daba por sabido que no las poseía. Y fue así como adquirió el hábito de la renunciación sin dolor y sin virtud.

Ahora, en la soledad de la casa, seguía discurriendo la vida simple de Luisana, como agua sin rumor hacia un remanso subterráneo; pero ahora la confortaba un íntimo contentamiento. ¡Tú serás la paz!… Y estas palabras, las únicas lisonjeras que jamás escuchó, le habían revelado de pronto aquella razón de ser de su existencia, que ni ella misma ni nadie encontrara nunca.

Ahora quería vivir, ya no pensaba que la luz del día se desdeñase de su insignificancia, y todas las mañanas, al correr las habitaciones desiertas, sacudiendo el polvo de los muebles, aclarando los espejos empañados y remudando el agua fresca en las jarras; y cada vez que aderezaba en la mesa los puestos de sus hermanos ausentes, convencida de que esta práctica mantenía y anudaba invisibles lazos entre las almas discordes de ellos, reconocía que estaba cumpliendo con un noble destino de amor, silencioso, pero eficaz, y en místicos transportes, sin sombra de vanagloria, sentía ya que su humildad había sido buena y que su simpleza era ya santa.

Terminados sus quehaceres y anegada el alma en la dulce fruición de encontrarse buena, se entregaba a sus cadenetas; y a veces turbada por aquel silencio de la casa y por aquel claro sol de las mañanas que se rompía en los patios, se hilaba por las rendijas y se esparcía sin brillo por todas partes arrebañando la penumbra de los rincones; mareada por aquella paz que le producía suavísimos arrobos, se sentaba al piano, un viejo piano donde su madre hiciera sus primeras escalas, y cuyas voces desafinadas tenían para ella el encanto de todo lo que fuera como ella, humilde y desprovisto de atractivos.

Tocaba a la sordina unos aires sencillos que fueran dulces. Muchas teclas no sonaban ya; una, rompiendo las armonías, daba su nota a destiempo, cuando la mano dejaba de hacer presión sobre ella; o no sonaba, quedándose hundida largo rato. Esta tecla hacía sonreír a Luisana. Decía: Se parece a mí. No servimos sino para romper las armonías. Precisamente por esto la quería, la amaba, como hubiera amado a un hijo suyo, y cuando, al cabo de un rato, después que había dejado de tocar, aquella tecla, subiendo inopinadamente, daba su nota en el silencio de la sala, Luisana sonreía y se decía a sí misma: ¡Oigan a Luisana! ¡Ahora es cuando viene a sonar!

Una mañana Luisana se quedó muerta sobre el piano, oprimiendo aquella tecla. Fue una muerte dulce que llegó furtiva y acariciadora, como la amante que se acerca al amado distraído y suavemente le cubre los ojos para que adivine quién es.

Vinieron sus hermanos; la amortajaron; la llevaron a enterrar. Ester y María la lloraron un poco; Carlos y Ramón corrieron a la casa, registrando gavetas, revolviendo papeles. En la tarde se reunieron en la sala a tratar sobre la partición de los bienes de la muerta.

La vida y la contraria fortuna habían resentido el lazo fraternal, y cada alma alimentaba o un secreto rencor o una envidia secreta. Carlos, el aventurero, había sido desgraciado: fracasó en una empresa quimérica, arrastrando en su bancarrota dinero del marido de Ester, el cual no se lo perdonó y quiso infamarlo, acusándolo de quiebra fraudulenta; María no le perdonaba a Ester que fuera rica y no partiera con ella su boato y la estimación social que disfrutaba; Ester se desdeñaba de aceptarla en su círculo, por la obscuridad del nombre que había adoptado; y todos despreciaban a Ramón, que había adquirido fama de usurero y los avergonzaba con su sordidez.

Pero todas estas malas pasiones se habían mantenido hasta entonces agazapadas, sordas y latentes, pero secretas; había algo que les impedía estallar, una dulce violencia que acallaba el rencor y desamargaba la envidia: Luisana. Ella intercedió por Carlos, y porque ella lo exigía, el marido de Ester no le lanzó a la vergüenza y a la ruina; ella intercedió siempre para que Ester invitase a María a sus fiestas; ella pidió al hermano avaro dinero para el hermano pobre, y a todos amor para el avaro; pero siempre de tal modo, que el favorecido nunca supo que era ella a quien le debía agradecer, y hasta el mismo que otorgaba se quedaba convencido y complacido de su propia generosidad.

Ahora, reunidos para partirse los despojos de la muerta, cada uno comprendía que se había roto definitivamente el vínculo que hasta allí los uniera, y que iban a decirse unos a otros la última palabra; y en la expectativa de la discordia tanto tiempo latente, que por fin iba a estallar, enmudecieron con ese recogimiento instintivo de los momentos en que se va a echar la suerte, y al mismo tiempo la idea de la hermana pasó por todos los pensamientos, como una última tentativa conciliadora a cumplir el encargo paterno: ¡Tú serás la paz y la concordia!

Entonces comprendieron a aquella hermana simple que había vivido como un ser insignificante e inútil y que, sin embargo, cumplía un noble destino de amor y de bondad, y fue así cómo vinieron a explicarse por qué ellos inconscientemente le habían profesado aquel respeto que los obligaba a esconder en su presencia las malas pasiones.

En un instante de honda vida interior, temerosos de lo que iba a suceder, sintieron que se les estremeció el fondo incontaminado del alma, y a un mismo tiempo se vieron las caras, asustándose de encontrarse solos.

Pero fue necesario hablar, y la palabra dinero violó el recogimiento de las almas. Rebulleron en sus asientos, como si se apercibieran para la defensa, y cada cual comenzó a exponer la opinión que debía prevalecer sobre el modo de efectuar el reparto de los bienes de la hermana y a disputarse la mejor porción.

La disputa fue creciendo, convirtiéndose en querella, rayando en pelea, y a poco se cruzaron los reproches, las invectivas, las injurias brutales, hasta que por fin los hombres, ciegos de ira y de codicia, saltaron de sus asientos, con el arma en la mano, desafiándose a muerte.

Las mujeres intercedían suplicantes, sin lograr aplacarlos, y entonces, en un súbito receso del clamor de aquellas voces descompuestas, todos oyeron indistintamente el sonido de una nota que salía del piano cerrado.

Volvieron a verse las caras y, sobrecogidos del temor a lo misterioso, guardaron las armas, así como antes escondían las torpes pasiones en presencia de Luisana: todos sintieron que ella había vuelto, anunciándose con aquel suave sonido, dulce, aunque destemplado, como su alma simple, pero buena.

Era la nota de Luisana, sobre cuya tecla se había quedado apoyado su dedo inerte, y que de pronto sonaba, como siempre, a destiempo.

Y Ester dijo, con las mismas palabras que tanto le oyera a la hermana, cuando en el silencio de la sala gemía aquella nota solitaria: ¡Oigan a Luisana!

VENTURINI, AURORA: Las primas

«A veces ponía punto o coma para respirar pero me convenía comunicarme de viva voz rápidamente para que me entendieran y evitar lagunas silenciosas que descubrían mi incapacidad de comunicación verbal porque al escucharme a mí misma me confundían los ruidos de adentro de la cabeza y el sibilante fluir de la palabra y quedaba boquiabierta pensando que existían palabras gordas y palabras flacas, palabras negras y blancas, palabras locas y criteriosas, palabras que dormían en los diccionarios y que nadie usaba.»

CHESTERTON, G.K.: Un hombre vivo

Cómo el gran viento llegó a Beacon House.

“Desde el oeste se levantó un viento alto como una ola de inmoderada felicidad y corrió hacia el este, a través de Inglaterra, arrastrando el aroma escarchado de los bosques y la fría embriaguez del mar. En miles de parajes recónditos, refrescó al hombre como una jarra llena y lo sorprendió como un puñetazo. En las habitaciones interiores de casas laberínticas, cubiertas de enredadera, despertó algo parecido a una explosión doméstica, alfombrando el piso con los papeles de algún profesor, hasta que parecieron tan preciados como huidizos, o apagando la vela con la que un chico leía La Isla del Tesoro y envolviéndolo en tormentosa oscuridad. Por todas partes aportó algún drama a vidas no dramáticas e hizo sonar en todo el mundo la trompeta de la crisis. Más de una madre desolada había mirado las cinco camisas diminutas tendidas en la soga, en un mísero patio trasero, como una pequeña tragedia enfermiza, tal como si hubiera colgado a sus cinco hijos. Llegó el viento y las camisas se inflaron pataleando como si cinco duendes gordos hubieran saltado dentro de ellas y bien hondo, en su reprimido subconsciente, recordó a medias esas burdas comedias de sus mayores, cuando todavía los elfos vivían en los hogares de los hombres. Más de una chica, inadvertida en un sombrío jardín cercado, se había tirado en la hamaca con el mismo gesto intolerante con el que se podría haber tirado al Támesis; ese viento rajó la tapia de madera y levantó la hamaca como un globo y le mostró las formas curiosas de alguna nube lejana y allá abajo, la imagen de aldeas coloridas, como si surcara el cielo en un bote encantado. Más de un empleado o clérigo, cubierto de polvo, subiendo con esfuerzo un estrecho camino de álamos pensó por centésima vez que se parecían a los penachos de una carroza fúnebre, cuando esta energía invisible se apoderó de ellos y los columpió y los hizo chocar por encima de su cabeza como una guirnalda o un saludo de alas seráficas. Había en él algo más inspirado y autoritario que el viejo viento del proverbio porque éste era el buen viento que no sopla ningún daño para nadie.”

LABARCA, EDUARDO: Lanza internacional

Un moscardón enorme cubierto de vellos rojinegros entró zumbando por la puerta abierta interrumpiendo al orador.  El intruso dio una vuelta a la sala, seguido por la mirada aterrada de los presentes.  Junto a Elías, una niña pequeña estalló en llanto y en la fila delantera, dos hermanitos se taparon los ojos abrazados.  El moscardón seguía planeando sobre la asistencia muda, su siseo era el canto de Lucifer.  El insecto arrastraba en su vuelo una banderita chilena de papel que algún niño le había ensartado con una pajita en la cola y adquiría el aspecto de mensajero de otro mundo. Dos, tres, cuatro vueltas dio el monstruo volando a media altura lastrado por el peso de la bandera, y las cabezas se agachaban por miedo a recibirlo en el pelo.  Durante un segundo interminable el abejorro se posó en el hombro del Peineta, que lo ahuyentó con un manotazo aterrado.  Satanás se fue volando por donde había entrado y la señorita Enriqueta lo miró pasar y cerró la puerta.  El padre Jacques se subía los anteojos a la frente y forzaba una sonrisa.

  • Jóvenes, ustedes vienen de ver lo que yo tanto les racontaba.  El Demonio está de visita en esta pobla, ha venido deguisado de moscardón.

Traumatizada por la aparición demoníaca, la platea había perdido la concentración.  Se oían roces de pies, distensión de miembros acalambrados, carraspeos, murmullos.  Un ambiente de lasitud se instalaba en el auditorio.”

AIRA, CÉSAR: El jardinero, el escultor y el fugitivo

“Sin más, entré.  La acción siempre gratificaba, en la novela tanto como en la vida real (o más).  El candado habría sido un impedimento pero no bastó para frenar mi impulso.  La puerta de chapa gimió con la ronca carraspera del óxido, la madera podrida del escalón de acceso crujió.”

“…supe que ya estaba lejos de la casa cuando dejé de oír el ruido que hacía Benita, nuestra fiel ama de llaves, lavando la vajilla del desayuno.  Se hizo el silencio, que no era silencio.  Zumbidos, aleteos, trinos, roces de hojas, y el toc-toc permanente de lo que caía.”

BENNET, S. J. «El nudo Windsor»

«Los pájaros gorgojeaban en los árboles. Les llegaban los zumbidos sordos de los insectos y el sonido de los caballos en la distancia. Se quedaron allí un rato más, disfrutando de los rayos de sol que se colaban entre las hojas y moteaban la sombra.»

«Oyó un ruido similar a las gotas de lluvia, y comprendió que la gente del vagón estaba aplaudiendo.»

SHAKESPEARE, WILLIAM “El mercader de Venecia”

PORCIA.- ¿No oyes música?

NERISSA.- Debe ser en tu puerta.

PORCIA.- Suena aún más agradable que de día.

NERISSA.- Efecto del silencio, señora.

PORCIA.- El cantar del cuervo es tan dulce como el de la alondra, cuando no atendemos a ninguno de los dos, y se seguro que si el ruiseñor cantara de día, cuando graznan los patos, nadie le tendría por tan buen cantor. ¡Cuánta perfección tienen las cosas hechas a tiempo! ¡Silencio! Duerme Diana en brazos de Endimión, y no tolera que nadie turbe su sueño. (Calla la música).

LORENZO.- Es voz de Porcia, o me equivoco mucho.

PORCIA.- Me conoce como conoce el ciego el cuco: en la voz.