CORTÁZAR, JULIO: Historias de cronopios y de famas

OCUPACIONES RARAS.

Conducta en los velorios

“…Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Banfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa…”

MATERIAL PLÁSTICO.

Aplastamiento de las gotas

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

CHESTERTON, G.K.: Un hombre vivo

Cómo el gran viento llegó a Beacon House.

“Desde el oeste se levantó un viento alto como una ola de inmoderada felicidad y corrió hacia el este, a través de Inglaterra, arrastrando el aroma escarchado de los bosques y la fría embriaguez del mar. En miles de parajes recónditos, refrescó al hombre como una jarra llena y lo sorprendió como un puñetazo. En las habitaciones interiores de casas laberínticas, cubiertas de enredadera, despertó algo parecido a una explosión doméstica, alfombrando el piso con los papeles de algún profesor, hasta que parecieron tan preciados como huidizos, o apagando la vela con la que un chico leía La Isla del Tesoro y envolviéndolo en tormentosa oscuridad. Por todas partes aportó algún drama a vidas no dramáticas e hizo sonar en todo el mundo la trompeta de la crisis. Más de una madre desolada había mirado las cinco camisas diminutas tendidas en la soga, en un mísero patio trasero, como una pequeña tragedia enfermiza, tal como si hubiera colgado a sus cinco hijos. Llegó el viento y las camisas se inflaron pataleando como si cinco duendes gordos hubieran saltado dentro de ellas y bien hondo, en su reprimido subconsciente, recordó a medias esas burdas comedias de sus mayores, cuando todavía los elfos vivían en los hogares de los hombres. Más de una chica, inadvertida en un sombrío jardín cercado, se había tirado en la hamaca con el mismo gesto intolerante con el que se podría haber tirado al Támesis; ese viento rajó la tapia de madera y levantó la hamaca como un globo y le mostró las formas curiosas de alguna nube lejana y allá abajo, la imagen de aldeas coloridas, como si surcara el cielo en un bote encantado. Más de un empleado o clérigo, cubierto de polvo, subiendo con esfuerzo un estrecho camino de álamos pensó por centésima vez que se parecían a los penachos de una carroza fúnebre, cuando esta energía invisible se apoderó de ellos y los columpió y los hizo chocar por encima de su cabeza como una guirnalda o un saludo de alas seráficas. Había en él algo más inspirado y autoritario que el viejo viento del proverbio porque éste era el buen viento que no sopla ningún daño para nadie.”

AIRA, CÉSAR: El jardinero, el escultor y el fugitivo

“Sin más, entré.  La acción siempre gratificaba, en la novela tanto como en la vida real (o más).  El candado habría sido un impedimento pero no bastó para frenar mi impulso.  La puerta de chapa gimió con la ronca carraspera del óxido, la madera podrida del escalón de acceso crujió.”

“…supe que ya estaba lejos de la casa cuando dejé de oír el ruido que hacía Benita, nuestra fiel ama de llaves, lavando la vajilla del desayuno.  Se hizo el silencio, que no era silencio.  Zumbidos, aleteos, trinos, roces de hojas, y el toc-toc permanente de lo que caía.”

BENNET, S. J. «El nudo Windsor»

«Los pájaros gorgojeaban en los árboles. Les llegaban los zumbidos sordos de los insectos y el sonido de los caballos en la distancia. Se quedaron allí un rato más, disfrutando de los rayos de sol que se colaban entre las hojas y moteaban la sombra.»

«Oyó un ruido similar a las gotas de lluvia, y comprendió que la gente del vagón estaba aplaudiendo.»

SHAKESPEARE, WILLIAM “El mercader de Venecia”

PORCIA.- ¿No oyes música?

NERISSA.- Debe ser en tu puerta.

PORCIA.- Suena aún más agradable que de día.

NERISSA.- Efecto del silencio, señora.

PORCIA.- El cantar del cuervo es tan dulce como el de la alondra, cuando no atendemos a ninguno de los dos, y se seguro que si el ruiseñor cantara de día, cuando graznan los patos, nadie le tendría por tan buen cantor. ¡Cuánta perfección tienen las cosas hechas a tiempo! ¡Silencio! Duerme Diana en brazos de Endimión, y no tolera que nadie turbe su sueño. (Calla la música).

LORENZO.- Es voz de Porcia, o me equivoco mucho.

PORCIA.- Me conoce como conoce el ciego el cuco: en la voz.

MURAKAMI, HARUKI: Al sur de la frontera, al oeste del Sol

“En el prado, aquí y allá, se veían manchas blancas de nieve endurecida.  En lo alto del puente había dos cuervos, inmóviles, que miraban hacia abajo, hacia el río, lanzando de vez en cuando agudos graznidos de reprobación.  Su voz resonaba helada en el bosque pelado, cruzaba el río y se clavaba en nuestros oídos.  Un camino estrecho sin asfaltar seguía el curso del río.  No sé hasta dónde continuaba ni adónde conducía, pero parecía sumido en un silencio terrible y daba la impresión de que no lo pisara nunca un alma. Por las cercanías no se veía ninguna casa, sólo campos helados.  En los surcos arados de los campos, la nieve se acumulaba trazando líneas de color blanco.  Había cuervos por todas partes.  Al vernos pasar, lanzaban breves graznidos, como si emitieran alguna señal para otros congéneres.”

“Shimamoto enmudeció.  Permaneció largo tiempo en silencio.  Yo seguí conduciendo sin decir nada.  Creía que ella prefería no hablar.  Opté por dejarla en paz.  Pero, de pronto, me di cuenta de que algo extraño estaba sucediendo.  Shimamoto empezó a hacer un ruido extraño al respirar.  Un ruido, para entendernos, parecido al de una máquina.  Al principio, pensé incluso que le pasaba algo al motor del coche.  Pero el ruido llegaba, sin duda alguna, del asiento de al lado.  No era un sollozo.  Era como si Shimamoto tuviera un agujero en la tráquea, como si el aire fuera escapándose por él al respirar.”

“Un silencio profundo que absorbía todos los ecos sin dejar que afloraran jamás a la superficie.  Aparte de ese silencio, no había nada más.  Era la primera vez que me enfrentaba a la imagen de la muerte.”

“Me dirigí a las profundidades de aquellas tinieblas heladas y la llamé.  Pronuncié muchas veces, en voz alta,  su nombre.  Pero mi voz se perdía en aquella nada infinita y, por más que la llamase, aquello que había en el fondo de sus pupilas no se movía ni un ápice.  Ella seguía lanzando aquel extraño estertor al respirar, aquel ruido que parecía el viento filtrándose por un resquicio.  Su respiración regular me indicaba que aún estaba en este mundo.  Pero lo que había en el fondo de sus pupilas, pertenecía por completo al más allá.”

“Dentro de esa oscuridad, pensé en la lluvia que caía sobre el mar.  La lluvia que caía furtivamente, sin que nadie lo supiera, en un vasto mar.  Las gotas de lluvia golpeaban mudas la superficie del agua, sin que ni siquiera los peces lo percibieran.

Hasta que alguien se acercó y posó suavemente su mano sobre mi espalda, seguí pensando en el mar.”

APOLLINAIRE, GUILLAUME: Caligramas

Llueven voces de mujeres como si estuviesen muertas en el recuerdo.

También tú llueves maravillosos encuentros de mi vida oh gotecitas.

Y esas nubes encabritadas se ponen a relinchar todo un universo de ciudades auriculares.

Escucha si llueve mientras la pena y el desdén lloran una antigua música.

Escucha caer los lazos que te sujetan arriba y abajo.

VARGAS LLOSA, MARIO: Tiempos recios

“Había poca gente rezando en las bancas de la catedral.  ¿A cuántos sacudones habría resistido esta iglesia?  A muchos, sin duda, porque Guatemala estaba erupcionada de volcanes, temblores y sismos.  Él recordaba que, a poco de venir, cuando estaba visitando esa joyita colonial que era Antigua, la primera capital del país que, por culpa de un terremoto, se había mudado a este lugar, había sentido un temblor.  Recordó la súbita sensación de inseguridad al notar que sus pies resbalaban, que el suelo se movía y ese ruidito ronco y amenazador que subía de las entrañas de la tierra.  A su alrededor la gente seguía conversando y caminando como si nada pasara.  En efecto, el temblor duró muy poco y pronto volvió a sentir el suelo quieto bajo sus pies.  Respiró más tranquilo.”

“Cuando el portón se cerró tras ella, Marta sintió que la lluvia era más densa; ahora caían sobre su cara unos goterones gruesos y oía truenos a lo lejos, sobre la cordillera.  Estuvo inmóvil, mojándose, sin saber qué hacer, dónde ir.  ¿Volvería a casa de su marido?  No, nunca: sobre eso no tenía dudas.  ¿Se mataría?  Tampoco, ella jamás se sentiría derrotada.  Apretó los puños.  No había vuelta atrás.  Siguiendo un súbito impulso, echó a caminar.  Estaba empapada pero resuelta.”

“Un silencio ominoso siguió a las palabras del Jefe.”

“Hubo una larga pausa durante la cual reinaron en el despacho un silencio sepulcral y una inmovilidad absoluta de todos los presentes.”

“Otro silencio eléctrico siguió a sus palabras.  Esta vez Jacobo Árbenz se levantó de su silla y habló de pie, con voz muy firme.”

KAWABATA, YASUNARI: Kioto

“Chieko sabía que en el negocio su padre trataba de ahogar el sonido que producía al morder un rosario… con tanta violencia que las cuentas parecían partirse bajo la presión de sus dientes.

“Sería mejor que mordiera mi dedo”, dijo Chieko para sí, meneando la cabeza.  Luego empezó a recordar la vez que ella y su madre habían tocado juntas la campana del templo de Nembutsuji.  Acababan de construir el campanario.  Su madre era una mujer pequeña, así que por más que se esforzaba, la campana producía un sonido apagado, pero Chieko puso una mano sobre la de su madre y, respirando hondo, ambas tocaron juntas la campana, que resonó con fuerza.

-¡Lo logramos! Me pregunto hasta dónde llegará el sonido- dijo su madre, eufórica.

-No tan lejos como cuando la tañe el sacerdote.  Él tiene experiencia- respondió –Chieko, riéndose.”

“-No quise decir nada tan difícil.  Un tejedor que oye todo el día el traqueteo de su telar no tiene pensamientos elevados.- “

“Acostada en el dormitorio, Chieko todavía podía oír el chirrido de las grandes ruedas de madera de las carrozas doblando en una esquina.”

“Chieko había leído una y otra vez el bello fragmento de La tentación de Kioto de Osagari Jiro: “Los bosquecillos de cedros destinados a convertirse en troncos de Kitayama se yerguen con sus ramas en capas, una sobre otra como estratos de nubes, y las montañas mismas están delicadamente unidas por los troncos de los pinos rojos.  Y de ellos irradia, como música, el canto de la voz de los árboles”.  Esas palabras volvieron a su mente.

La música de las redondeadas montañas, cada una unida a la siguiente, y el canto de los árboles conmovían su corazón, más incluso que las bandas y las otras celebraciones.

Era como si oyera la música y los cantos a través de los arco iris que con frecuencia aparecían sobre Kitayama.

La tristeza de Chieko se esfumó.  Tal vez no había sido tristeza.  Tal vez fuera la sorpresa, la perplejidad, la angustia de haber conocido a Naeko tan de repente.  Pero tal vez llorar sea el destino de una muchacha.

Mientras se acomodaba y cerraba los ojos, Chieko oía la canción de la montaña.”

“Apoyándose en la baranda, en el extremo del puente, cerró los ojos.  Se quedó allí escuchando, no el ruido de la gente o de los trenes, sino el sonido casi imperceptible de la corriente del río.”

HEMINGWAY, ERNEST: Cuentos

La breve vida feliz de Francis Macomber

“Había comenzado la noche antes, cuando se despertó y oyó el león rugiendo en algún lugar inconcreto, río arriba.  Era un sonido grave, rematado por una especie de gruñido mezclado con tos que parecía proceder de delante de su tienda, y cuando Francis Macomber se despertó en plena noche para oírlo tuvo miedo.  Oía a su esposa respirando plácidamente, dormida…

… por la mañana, mientras desayunaba a la luz de un farol en la tienda comedor, antes de que el sol saliera, el león volvió a rugir y Francis pensó que estaba en los límites del campamento…”

“Justo en ese momento el león rugió con un gemido cavernoso, repentinamente gutural, una vibración ascendente que pareció sacudir el aire y acabó en un suspiro y un gruñido intenso y cavernoso.»

Mi viejo

“Yo retrocedía y me sentaba a su lado y él sacaba una cuerda del bolsillo y comenzaba a saltar a la comba al sol con el sudor empapándole la cara, y él venga a saltar a la comba en medio de una nube de polvo blanco y la cuerda patatí, patatí, pat, pat, pat, y el sol cada vez más caliente, y él saltando cada vez más deprisa, subiendo y bajando un trecho de la carretera.  Os digo que era un gusto ver a mi viejo saltar a la cuerda.  Podía hacerla girar deprisa o despacio y con todo tipo de filigranas.»

El gran río Two-Hearted

“Hubo una larga sacudida. Nick pegó un tirón y la caña cobró vida peligrosamente, se dobló, el sedal se tensó, salió del agua, se tensó, todo ello en un tirón fuerte, peligroso, constante.  Nick se dio cuenta de que la hijuela se partiría si la tensión aumentaba y soltó sedal.

El carrete vibró en un chillido mecánico cuando el sedal se desenrolló velozmente.  Demasiado deprisa.  Nick no pudo controlar la velocidad a que salía, y el sonido que emitía el carrete se  fue haciendo más agudo a medida que se soltaba sedal.

Ya con el alma del carrete asomando, el corazón casi detenido de la emoción, echándose hacia atrás contra la corriente que le subía helada por los muslos, Nick metió el pulgar de la mano izquierda en el carrete para sujetarlo.  Resultaba incómodo meter el pulgar dentro de la estructura del carrete.”

“Che ti dice la patria?”

“Habíamos abandonado la zona de bosque; la carretera se alejaba del río para comenzar a ascender; el radiador hervía; el joven miraba irritado y suspicaz el vapor y el agua de color óxido; el motor chirriaba, y Guy tenía los dos pies en el pedal del acelerador; íbamos en primera y el coche subía y subía, retrocedía, avanzaba y subía, y por fin llegó arriba.  El chirrido se detuvo, y en medio del reciente silencio se oyó un estruendoso borboteo en el radiador.  Estábamos en lo alto de la última sierra que había por encima de Spezia y el mar.  La carretera descendía con curvas breves y apenas pronunciadas.”

Ahora me acuesto

“Aquella noche nos tendimos en el suelo de la habitación y escuchamos comer a los gusanos de seda.  Los gusanos de seda comían hojas de morera y toda la noche los oímos comer y el susurro que hacían entre las hojas.”

“Y aquella noche escuchaba los gusanos de seda.  Por la noche se puede oír comer a los gusanos de  seda muy claramente, y me quedaba con los ojos abiertos y los escuchaba”

“Estábamos echados sobre unas mantas extendidas sobre paja, y cuando nos movíamos la  paja ruido, pero a los gusanos de seda no les asustaba ningún ruido que pudiéramos hacer, y seguían comiendo tranquilamente.  También estaban los ruidos de la noche a siete kilómetros al otro lado de las líneas, pero eran distintos de los pequeños ruidos que se oían  en la habitación a oscuras.  El otro hombre que había en la habitación intentaba permanecer en silencio.  Entonces volvió a moverse.  Yo también me moví, para que supiera que estaba despierto.”

“Le  oí girarse debajo de sus mantas, sobre la paja, y al poco se quedó muy callado y lo escuché respirar de manera regular.  Luego comenzó a roncar.  Estuve mucho tiempo escuchándolo roncar, y cuando dejé de escucharlo roncar me puse a escuchar comer a los gusanos de seda.  Comían sin parar, y se oía ese susurro entre las hojas.”