VENTURINI, AURORA: Los rieles

Recuerdo que en África, en El Cairo, en el Museo, descansan los faraones.

Fuera del edificio ronroneaban sones de caravana; dentro, el sonoro silencio de la candorosa antigüedad.

Había mucho más, pero creo que lo he olvidado como he olvidado el latir de los crótalos, instrumentos típicos de las odaliscas elásticas.”

“En el sitio acontecían susurrantes episodios de ceremonias secretas entre grupos grises de asilados.

Sinfonía en gris mayor cumplían los temibles horarios estructurados de acuerdo a las necesidades ambientales, y con gritos, maldiciones, llamados nunca escuchados ni socorridos y llantinas histéricas, salpicadas de mofas y risotadas, los arrumbados al sitio pasábamos horas, días, semanas y meses; algunos llegaban al año y más aún…”

“El baldío se platinó una noche de fines de primavera, cuando los chirridos, murmullos y demás ecos del campo, junto a los ladridos de los perros, encantan y desorbitan, y una se siente en un bosque mágico, escrito por Shakespeare.

Solía troncharse ese jardín de las delicias por el disparo de un arma en la alta noche.  Los gendarmes hacían su agosto en Navidad, y los niños iban a una fecha nefasta del día del inocente.

Una vez oí pasos de alguien que luego de trepar la verja de hierro corría desesperado sobre el césped.  Saltó la tapia del fondo.  No me moví.  Odín jadeaba.

La noche en que nos quedamos duros, sin poder movernos; en que reinó silencio espantoso sin grillos ni nada, vi aquello.”

“Desde su retiro oye todos los ruidos ciudadanos y concluye: “El más terrible es el silencio”.

“Cuando el chambelán falleció, los objetos de las habitaciones entrechocaban y se añicaban; los caireles de las arañas se quebraban.  Tal barahúnda que hubiese desaforado al señor, obligaba a los servidores a esconder bajo los cortinados y las alfombras aquellos objetos desquiciados.

Los objetos, a fin de cumplir con su pequeña muerte, ya no se aferraban y añicados irían a parar arrojados detrás de las rejas doradas del guardafuego de la chimenea; alguno caía sobre el parquet con un “diáfano sonido”.

DARÍO VOLONTÉ: La guerra se jugó por una causa noble. Diario La Nación

Impresionante descripción sonora de lo que fue el hundimiento del CRUCERO ARA GENERAL BELGRANO (el 2 de mayo de 1982), durante la guerra de Malvinas.

https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/el-heroe-de-malvinas-que-descubrio-el-don-de-una-voz-fabulosa-en-el-coro-de-la-iglesia-y-hoy-es-un-nid04052024/#/

“…Se convirtió en uno de los tenores líricos más emocionantes del nuevo milenio…»

«Uno de los hitos que marcaron esa trayectoria fue su debut en el Teatro Colón cantando el intermedio épico de Aurora (erigido en himno al pabellón nacional) de la ópera de Héctor Panizza, con una interpretación antológica que en 1999 lo elevó a una categoría única: la del veterano de Malvinas que le cantaba a la bandera y estremecía, con la presencia y la belleza de sus vibrantes agudos, las fibras más profundas del público argentino, dándole voz al despertar de una conciencia patriótica.”

“A la orden de Thatcher –“¡Disparen a hundir!”–, el submarino nuclear Conqueror lanzó tres torpedos. Dos impactaron en el Belgrano. El primero en el centro del buque, en el área de máquinas y generadores que lo dejó a oscuras y provocó el mayor número de víctimas: 274 marineros muertos en esa explosión. Y dos minutos después, el segundo disparo que le arrancó 12 metros a la proa ocasionando la inclinación del coloso de 188 metros y su hundimiento en menos de una hora. A los 20 minutos del ataque, el capitán de navío Héctor Bonzo dio la orden de abandonar la nave que inexorablemente se iba a pique en un movimiento vertical. A las 5 de la tarde de ese domingo 2 de mayo, se sumergía en el lecho de las heladas aguas del Atlántico Sur, en una tumba de guerra a 4200 metros de profundidad, ese eterno guardián de acero del mar argentino llamado Crucero General Belgrano.”

“Nos enseñaban prevenciones, cumplíamos los entrenamientos y simulacros al pie de la letra. Cuando sonaba la bocina de combate, rápidamente se armaba una estructura para defender el buque y atacar al enemigo, ubicar la posición, cubrir a los compañeros y quedarse en el puesto por cualquier cosa pase.”

“Si el simulacro era de abandono, con o sin luz, como desgraciadamente nos tocó, nos llegaba la orden del comando y teníamos que ir a formarnos delante de las balsas asignadas. Te pegabas algún palo en el camino, pero aprendías. En el momento de la explosión, era ayudar en todo: rescatar heridos y desmayados, arrastrarlos a cubierta, acomodarlos para las balsas. Cuando te pegan abajo, el agua entra muy rápido y te va inundando a una velocidad de locos. Y a esa velocidad con que viene subiendo el mar, no solo hay que sacar heridos, también cerrar compuertas asegurándose de que no queden compañeros del otro lado porque se van con el barco. Los buques de guerra, preparados para recibir impactos, tienen compartimentos que permiten aislar los daños y mantener la estanqueidad para ganar tiempo, responder el ataque, retrasar el hundimiento, contraatacar si se puede y rescatar la mayor cantidad de gente posible. Ahí el agua te va apurando mezclada con el petróleo, el gasoil y el fueloil naval, que es como un diésel negro que se recalienta en las calderas para hacerse fluido y entrar en los quemadores.” 

“¿Cómo se sintió el impacto en tu posición? –Recién tomaba la guardia. Mi compañero me había pasado el cuadro de novedades (en la jerga militar) hacía 10 minutos cuando se escucharon las explosiones. Las sentí como si estuviera en un ascensor y de pronto cayera un metro y con el segundo torpedo, otro metro más. Todo se frenó de golpe. Se produjo un silencio mortal y ahí vino la segunda explosión. Fue como si me sacaran el piso violentamente, dos veces en seco. En la panza del buque no tenía noción de que venía de un submarino. Esperaba los bombazos desde arriba. Al comienzo pensé que era aéreo porque al golpear una sección no acorazada, se quebró la columna del buque y se hizo ese movimiento brusco justo donde estábamos nosotros, debajo de las máquinas, donde van las turbinas. Allí fallecieron todos mis compañeros, hermanos de la guerra y de la vida. Murieron inmediatamente porque donde pegó, explotó y empezó a entrar el agua. Ahí estaban los generadores de electricidad. Se produjo un gran incendio. Nos quedamos a oscuras y en la Marina sabemos que cuando hay blackout a bordo, la parte electrónica es insalvable y la historia no tiene retorno. Pero gracias a los simulacros y entrenamientos con los ojos cerrados, pude salir. ¡¿Están todos bien, están todos bien?! Gritábamos a medida que subíamos a cubierta socorriendo gente, sobre todo a los quemados graves. Fue algo tan intenso y tan dramático, las imágenes fueron tantas y tan fuertes, desde el bombardeo hasta salir a la superficie fue una tragedia impresionante, una cantidad de escenas y de sufrimiento, de un dolor y dramatismo como casi ninguna persona puede llegar a experimentar a lo largo de toda una vida.”

“La orden del comandante fue abandonar la nave y eso hicimos porque dependemos de una estructura militar que es vertical: cada uno en su puesto dando todo de sí… Nos dirigimos a las balsas asignadas. Ahí tomamos cuenta de la gente que faltaba. Normalmente debían ir 15 tripulantes. Los que faltaban se habían ido con el barco. Otros compañeros perdieron sus balsas por la escora entonces buscaban lugares libres. Empezaba a oscurecer, estaba nublado y se desató esa famosa tormenta. La sensación térmica marcaba 15º a 20º bajo cero. Las olas trepaban hasta 20 metros y, de hecho, esas condiciones climáticas adversas y la falta de visibilidad, demoraron el rescate. No era fácil arrojarse a las balsas desde esa altura y acertarle porque con la furia del viento y el mar encrespado, a pesar de que los cabos estabilizaban un poco, la maniobra era difícil porque se ondulaban y se sacudían mucho. Algunos bajaron ayudados con sogas, otros cayeron al agua y lamentablemente sufrieron hipotermia.”

“–¿Qué sucedía en la balsa? ¿Cómo fue atravesar esas horas a la deriva? –Un gran silencio. Arriba de la balsa viví la experiencia más zen de mi vida. Es el presente absoluto, ahí las palabras son una ilusión. Cuando uno pelea por la supervivencia y por existir, al instante siguiente no hay nada más que eso. Se ponen en alerta la conciencia y los sentidos, pero el pensamiento se cancela. Fueron 30 horas del samba más violento del mundo, que era a la vez un freezer donde te tiraban agua helada todo el tiempo. Los golpes, la presión del mar sobre el techo y las paredes, un mareo terrible y un dolor como agujas en el cuerpo que se iba congelando. Ahí éramos todos iguales. Creo que fuimos 23. En un punto, la balsa empezó a desinflarse. Había que encontrar el inflador y el pico en la oscuridad. ¡Lo encontramos! Pasamos la noche turnándonos para calentarnos con el movimiento porque sabíamos por los cursos que, con la deshidratación por el frío extremo, si uno se duerme, tal vez no se despierta más. Había que permanecer despiertos porque en eso nos iba la vida. Hacíamos silencio, pero escuchábamos el mar, y en un momento, cuando la balsa que iba atada a la nuestra empezó a desinflarse, escuchamos los gritos de los muchachos que se fueron al agua y no pudieron salvarse… Nadie hablaba. Nosotros evitamos que se diera vuelta, pero la tormenta nos mató a palos toda la noche y en lo que dura ese tiempo interminable cuando la balsa se sumerge y estamos aguantando con los brazos todo el peso del océano sobre el techo, el agua que nos aplasta y nos hunde cada vez más sin saber si salimos a flote…”

“–Hablás del Crucero como uno de los grandes caídos… –La manera en que se hundió fue de una nobleza emocionante. Se murió heroica y honorablemente sin tragarse a nadie. El agua le fue entrando y a medida que el peso lo vencía, giró como un tirabuzón de forma tal que no dio una vuelta de campana con la que nos hubiese arrastrado a todos. Era un compañero más y gracias a ese modo suyo de irse a pique, pudimos salvar a tantos. Solo se llevó las almas de quienes fueron muertos por el enemigo. Cuando el agua entró en las calderas, sentí cómo la incandescencia del metal produjo un ruido a tripas, un crujido fuerte y visceral, lleno de unas explosiones internas que se iban apagando a medida que se lo tragaba el mar. Se fue en su último viaje con ese dolor profundo en las entrañas, armado con sus notas y su propia melodía. Por eso, el Crucero es nuestro honor y gloria, uno de los grandes veteranos de esta guerra.”

“Nos localizaron los aviones de la Armada y varias horas más tarde vimos las primeras luces del busque de rescate: el aviso Gurruchaga. Fue como si me pasaran 30 años por encima, uno por cada hora de naufragio. Nos tiraron las redes para treparnos desde las balsas que arrimábamos con unos cabos en una maniobra compleja. Arriba nos dieron ropa seca y comida caliente…”

“ …¡Arriba, arriba! nos alentaban desde el buque. ¡A cambiarse la ropa que hace frío! Era una especie de continuidad de nuestra profesión, una ceremonia que se extiende a lo largo de lo que dura la guerra. ¡Bienvenidos a bordo, muchachos! nos decían con unas palmadas a medida que íbamos entrando y, de tanto en tanto, ese silencio fatal que se rompía con el grito de alguno a la voz de ¡Viva la patria! ¡Viva!”

GALLEGOS, RÓMULO: El piano viejo (cuento completo)

Eran cinco hermanos: Luisana, Carlos, Ramón, Ester, María. La vida los fue dispersando, llevándoselos por distintos caminos, alejándolos, maleándolos. Primero, Ester, casada con un hombre rico y fastuoso; María, después, unida a un joven de nombre sin brillo y de fama sin limpieza; en seguida, Carlos, el aventurero, acometedor de toda suerte de locas empresas; finalmente Ramón, el misántropo que desde niño revelara su insana pasión por el dinero y su áspero amor a la soledad; todos se fueron con una diversa fortuna hacia un destino diferente.

Solo permaneció en la casa paterna Luisana, la hermana mayor, cuidando al padre, que languidecía paralítico lamentándose de aquellos hijos en cuyos corazones no viera jamás ni un impulso bueno ni un sentimiento generoso. Y cuando el viejo moría, de su boca recogió Luisana el consejo suplicante de conservar la casa de la familia dispersa, siempre abierta para todos, para lo cual se la adjudicaba en su testamento, junto con el resto de su fortuna, a título de dote.

Luisana cumplió la promesa hecha al padre, y en la casa de todos, donde vivía sola, conservó a cada uno su habitación, tal como la había dejado, manteniendo siempre el agua fresca en la jarra de los aguamaniles, como si de un momento a otro sus hermanos vinieran a lavarse las manos, y en la mesa común, siempre aderezados los puestos de todos.

Tú serás la paz y la concordia, le había dicho el viejo, previendo el porvenir, y desde entonces ella sintió sobre su vida el dulce peso de una noble predestinación.

Menuda, feúcha, insignificante, era una de esas personas de quienes nadie se explica por qué ni para qué viven. Ella misma estaba acostumbrada a juzgarse como usurpadora de la vida, parecía hacer todo lo posible para pasar inadvertida: huía de la luz, refugiándose en la penumbra de su alcoba, austera como una celda; hablaba muy poco, como si temiera fatigar el aire con la carga de su voz desapacible, y respiraba furtivamente el poquito de aliento que cabía en su pecho hundido, seco y duro como un yermo.

Desde pequeñita tuvo este humildoso concepto de sí misma: mientras sus hermanos jugaban al pleno sol de los patios o corrían por la casa alborotando y atropellando con todo, porque tomaban la vida como cosa propia, con esa confianza que da el sentimiento de ser fuertes, ella, refugiada en un rincón, ahogaba el dulce deseo de llorar, único de su niñez enfermiza, como si tampoco se creyera con derecho a este disfrute inofensivo y simple. Crecieron, sus hermanas se volvieron mujeres, y fueron celebradas y cortejadas, y amaron, y tuvieron hijos; a ella, siempre preterida, que hasta su padre se olvidaba de contarla entre sus hijos, nadie le dijo nunca una palabra amable ni quiso saber cómo eran las ilusiones de su corazón. Se daba por sabido que no las poseía. Y fue así como adquirió el hábito de la renunciación sin dolor y sin virtud.

Ahora, en la soledad de la casa, seguía discurriendo la vida simple de Luisana, como agua sin rumor hacia un remanso subterráneo; pero ahora la confortaba un íntimo contentamiento. ¡Tú serás la paz!… Y estas palabras, las únicas lisonjeras que jamás escuchó, le habían revelado de pronto aquella razón de ser de su existencia, que ni ella misma ni nadie encontrara nunca.

Ahora quería vivir, ya no pensaba que la luz del día se desdeñase de su insignificancia, y todas las mañanas, al correr las habitaciones desiertas, sacudiendo el polvo de los muebles, aclarando los espejos empañados y remudando el agua fresca en las jarras; y cada vez que aderezaba en la mesa los puestos de sus hermanos ausentes, convencida de que esta práctica mantenía y anudaba invisibles lazos entre las almas discordes de ellos, reconocía que estaba cumpliendo con un noble destino de amor, silencioso, pero eficaz, y en místicos transportes, sin sombra de vanagloria, sentía ya que su humildad había sido buena y que su simpleza era ya santa.

Terminados sus quehaceres y anegada el alma en la dulce fruición de encontrarse buena, se entregaba a sus cadenetas; y a veces turbada por aquel silencio de la casa y por aquel claro sol de las mañanas que se rompía en los patios, se hilaba por las rendijas y se esparcía sin brillo por todas partes arrebañando la penumbra de los rincones; mareada por aquella paz que le producía suavísimos arrobos, se sentaba al piano, un viejo piano donde su madre hiciera sus primeras escalas, y cuyas voces desafinadas tenían para ella el encanto de todo lo que fuera como ella, humilde y desprovisto de atractivos.

Tocaba a la sordina unos aires sencillos que fueran dulces. Muchas teclas no sonaban ya; una, rompiendo las armonías, daba su nota a destiempo, cuando la mano dejaba de hacer presión sobre ella; o no sonaba, quedándose hundida largo rato. Esta tecla hacía sonreír a Luisana. Decía: Se parece a mí. No servimos sino para romper las armonías. Precisamente por esto la quería, la amaba, como hubiera amado a un hijo suyo, y cuando, al cabo de un rato, después que había dejado de tocar, aquella tecla, subiendo inopinadamente, daba su nota en el silencio de la sala, Luisana sonreía y se decía a sí misma: ¡Oigan a Luisana! ¡Ahora es cuando viene a sonar!

Una mañana Luisana se quedó muerta sobre el piano, oprimiendo aquella tecla. Fue una muerte dulce que llegó furtiva y acariciadora, como la amante que se acerca al amado distraído y suavemente le cubre los ojos para que adivine quién es.

Vinieron sus hermanos; la amortajaron; la llevaron a enterrar. Ester y María la lloraron un poco; Carlos y Ramón corrieron a la casa, registrando gavetas, revolviendo papeles. En la tarde se reunieron en la sala a tratar sobre la partición de los bienes de la muerta.

La vida y la contraria fortuna habían resentido el lazo fraternal, y cada alma alimentaba o un secreto rencor o una envidia secreta. Carlos, el aventurero, había sido desgraciado: fracasó en una empresa quimérica, arrastrando en su bancarrota dinero del marido de Ester, el cual no se lo perdonó y quiso infamarlo, acusándolo de quiebra fraudulenta; María no le perdonaba a Ester que fuera rica y no partiera con ella su boato y la estimación social que disfrutaba; Ester se desdeñaba de aceptarla en su círculo, por la obscuridad del nombre que había adoptado; y todos despreciaban a Ramón, que había adquirido fama de usurero y los avergonzaba con su sordidez.

Pero todas estas malas pasiones se habían mantenido hasta entonces agazapadas, sordas y latentes, pero secretas; había algo que les impedía estallar, una dulce violencia que acallaba el rencor y desamargaba la envidia: Luisana. Ella intercedió por Carlos, y porque ella lo exigía, el marido de Ester no le lanzó a la vergüenza y a la ruina; ella intercedió siempre para que Ester invitase a María a sus fiestas; ella pidió al hermano avaro dinero para el hermano pobre, y a todos amor para el avaro; pero siempre de tal modo, que el favorecido nunca supo que era ella a quien le debía agradecer, y hasta el mismo que otorgaba se quedaba convencido y complacido de su propia generosidad.

Ahora, reunidos para partirse los despojos de la muerta, cada uno comprendía que se había roto definitivamente el vínculo que hasta allí los uniera, y que iban a decirse unos a otros la última palabra; y en la expectativa de la discordia tanto tiempo latente, que por fin iba a estallar, enmudecieron con ese recogimiento instintivo de los momentos en que se va a echar la suerte, y al mismo tiempo la idea de la hermana pasó por todos los pensamientos, como una última tentativa conciliadora a cumplir el encargo paterno: ¡Tú serás la paz y la concordia!

Entonces comprendieron a aquella hermana simple que había vivido como un ser insignificante e inútil y que, sin embargo, cumplía un noble destino de amor y de bondad, y fue así cómo vinieron a explicarse por qué ellos inconscientemente le habían profesado aquel respeto que los obligaba a esconder en su presencia las malas pasiones.

En un instante de honda vida interior, temerosos de lo que iba a suceder, sintieron que se les estremeció el fondo incontaminado del alma, y a un mismo tiempo se vieron las caras, asustándose de encontrarse solos.

Pero fue necesario hablar, y la palabra dinero violó el recogimiento de las almas. Rebulleron en sus asientos, como si se apercibieran para la defensa, y cada cual comenzó a exponer la opinión que debía prevalecer sobre el modo de efectuar el reparto de los bienes de la hermana y a disputarse la mejor porción.

La disputa fue creciendo, convirtiéndose en querella, rayando en pelea, y a poco se cruzaron los reproches, las invectivas, las injurias brutales, hasta que por fin los hombres, ciegos de ira y de codicia, saltaron de sus asientos, con el arma en la mano, desafiándose a muerte.

Las mujeres intercedían suplicantes, sin lograr aplacarlos, y entonces, en un súbito receso del clamor de aquellas voces descompuestas, todos oyeron indistintamente el sonido de una nota que salía del piano cerrado.

Volvieron a verse las caras y, sobrecogidos del temor a lo misterioso, guardaron las armas, así como antes escondían las torpes pasiones en presencia de Luisana: todos sintieron que ella había vuelto, anunciándose con aquel suave sonido, dulce, aunque destemplado, como su alma simple, pero buena.

Era la nota de Luisana, sobre cuya tecla se había quedado apoyado su dedo inerte, y que de pronto sonaba, como siempre, a destiempo.

Y Ester dijo, con las mismas palabras que tanto le oyera a la hermana, cuando en el silencio de la sala gemía aquella nota solitaria: ¡Oigan a Luisana!

VENTURINI, AURORA: Las primas

«A veces ponía punto o coma para respirar pero me convenía comunicarme de viva voz rápidamente para que me entendieran y evitar lagunas silenciosas que descubrían mi incapacidad de comunicación verbal porque al escucharme a mí misma me confundían los ruidos de adentro de la cabeza y el sibilante fluir de la palabra y quedaba boquiabierta pensando que existían palabras gordas y palabras flacas, palabras negras y blancas, palabras locas y criteriosas, palabras que dormían en los diccionarios y que nadie usaba.»

GÓMEZ JURADO, JUAN: Reina roja

“Carmelo cae de rodillas, intentando desesperadamente parar la hemorragia, volver a meter dentro de su cuerpo la vida que se le escapa entre los dedos.  Emite un sonido borboteante que poco a poco se va transformando en un chillido vidrioso.”

“Un sonido áspero y un ronroneo.  El inconfundible sonido de un coche arrancando.  Y después, el rugido amenazador de un motor revolucionándose al máximo, una vez, dos veces.  En el silencio incorpóreo del bosque al amanecer, el sonido parece venir de todos los sitios y de ninguno.”

“Tres golpes, en rápida sucesión, furiosos, la silencian.  Tan cerca de la puerta, que la reverberación le llena los oídos de clavos afilados.”

CASTILLO, ABELARDO: Cuentos completos

Also sprach el señor Núñez

“-Buen día, miserables.

Veinte empleados. Tres jefes de sección y un gerente sintieron recorrido el espinazo por una descarga eléctrica que los unía en misterioso circuito.  En el silencio sepulcral de la oficina, las palabras de Núñez resonaron fantásticas, lapidarias, apocalípticas, increíbles.  Nadie habló ni se movió.”

Mis vecinos golpean

Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces, me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escucha.  Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sordos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto.

A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas.  Yo suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversación, puedo bromear o hablar con inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas excesivamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento pueden volver a llamar.  Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a levantar el tono de voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco.”

“Cuando Gaido doble la esquina, verá, inequívoca, una ventana con luz: eso significa que el otro está ahí, dentro de la casa, esperando oír el ruido de la cancel –un rechinar apenas perceptible-, esperando oír luego los pasos de Gaido por el corredor, mientras él escribe un cuento de espaldas a la puerta y cree escuchar ya (escucha ya) un sordo taconeo que da vuelta la esquina, mientras yo acabo la historia de Martín Gaido, oigo el rechinar apenas perceptible de la cancel, sus pasos por el corredor, las últimas matracas desganadas y los pitos lejanos del corso de Boedo y siento una ráfaga de aire en la nuca porque alguien está abriendo la puerta a mi espalda, alguien que me nombra, que ya pronuncia mi nombre aborrecido y, con rencorosa lentitud, saca la mano del bolsillo y me insulta en voz muy baja.”

Macabeo

“Un momento antes –si hubiera estado despierto- habría podido escuchar el ruido de la cancel en el piso bajo, el ruido de la mesita del hall que alguien empujó en la oscuridad, y luego el ruido de unos pasos, tropezantes, ahogados en la alfombra de la escalera.  Porque ahora eran pasos.  Pero hace unos minutos, cuando venían por la calle ensombrecida del pueblo, habían sido carrera; una carrera desesperada, febril, que comenzó en la carpa Scholem Aleijem del campamento y terminaba ahora, convertida en pasos que subían hacia el cuarto del señor Benjamín y allí se detuvieron, indecisos, ante la puerta.  Un segundo después –el tiempo que duró la indecisión o el tiempo que se necesita para tomar impulso- la puerta se había abierto, y fue como un disparo retumbando por toda la casa, porque al abrirse se estrelló contra la pared y, dando un bote, estuvo a punto de cerrarse de nuevo.  Sólo entonces se despertó.”

“-Papá…!

Y desde el comedor llegó después la voz del señor Benjamín, una especie de sonido desganado, tan lerdo, que se cruzó en el aire con la pregunta inmediata de Sammy.  Y entonces, sí.  Hubo un silencio inquieto; el inquieto silencio de dos hombres que, en el comedor, se estaban mirando tensos, con mirada de judío alerta, porque un chico en la sala acababa de preguntar:

-¿Qué quiere decir “ser judío”?

La cuarta pared

“El teléfono ya no suena.  La mujer, sin que nada haya hecho esperar ese gesto, se ha llevado de pronto las manos a la cara y emite un sonido extraño y monocorde: una especie de suave quejido animal, a mitad de camino entre la risa y el llanto.  Cuando baja las manos, sin embargo, su cara no ha cambiado en absoluto de expresión.  El teléfono vuelve a llamar.  Ella atiende.  No ha dicho “hola”; con voz inexpresiva ha pronunciado de inmediato unas pocas palabras, que no alcanzaron a oírse.  De pronto, se calla.  Ha erguido la espalda, como si una mano helada la hubiera tocado por sorpresa.”

Triste le ville

“El silencio tenía color, era como ceniza.”

“Yo amaba apasionadamente las grandes estaciones de ferrocarril.  Sé que suena extraño, pero las amaba pese a lo que tienen de brutal, de sucio, ruidoso, detestable.  Los trenes, partiendo y llegando con su ruido a catástrofe y su fiesta violenta, comunicaban a mi cuerpo una alegría casi erótica, de aventura.”

La garrapata

“Fue una de aquellas noches de Bragado, una noche calurosa, agujereada de grillos y sonidos vagos cuando lo comprendí.  O para ser exacto, cuando estuve a punto de comprenderlo.  No podía pegar los ojos y salí al jardín.  Caminaba bajo las pérgolas, suponiendo que ellos estarían dormidos, y, asombrado, vi luz en la sala.  Al acercarme oí un sonido bajo, premioso: la voz de Norah.  Luego, en un tono indescriptible, una respuesta que no entendí: la voz de Sebastián.”

Las panteras y el templo

“Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme, y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños.”

Week end

“En el silencio oyó, como si fuera un recuerdo y no un sonido, el remoto murmullo del agua.”

Noche para el negro Griffiths

“Usted no se imagina lo que es New Orleans.  Es una ciudad con acústica: toda la ciudad.  Rodeada de agua y de niebla sonora, se lo juro.  No es imposible que una trompeta, quiero decir, una trompeta como aquélla, se escuche a diez millas, y aún más lejos.  La música caía sobre uno desde cualquier parte por las noches.  Éramos chicos y corríamos buscando la música, que siempre sonaba en otro sitio.”

El hermano mayor

“La risa del hermano mayor sonó ahogada y ambigua.  Una risa profunda que culminó en un falsete como un quejido.”

“El más joven se detuvo y giró la cabeza, desconcertado.  Sólo se oía el paso del viento entre las ramas.  La música ya no se oía.

-Cambió el viento- dijo el mayor.

-Qué raro oír eso.  Oír que ha cambiado el viento.  En las ciudades nadie dice una cosa así.  Nadie se da cuenta cuando cambia el viento.

El que se detuvo ahora fue el hermano mayor.  En la oscuridad del empedrado se oyeron, lentos, los cascos de un caballo.”

Cita en cualquier lugar

“Se oyó el rumor sorpresivo de unas alas, se oyó el grito alarmado de un pájaro despierto de golpe quién sabe de qué horror de pájaro soñando, y un gran cuerpo alado chocó torpemente contra el foco.  Hubo un grotesco bailoteo de sombras en los tapiales y, por fin, mientras la calle y sus árboles se hundían en la oscuridad, el batir de las alas se perdió en cualquier rincón de la noche.”

VARGAS LLOSA, MARIO: Tiempos recios

“Había poca gente rezando en las bancas de la catedral.  ¿A cuántos sacudones habría resistido esta iglesia?  A muchos, sin duda, porque Guatemala estaba erupcionada de volcanes, temblores y sismos.  Él recordaba que, a poco de venir, cuando estaba visitando esa joyita colonial que era Antigua, la primera capital del país que, por culpa de un terremoto, se había mudado a este lugar, había sentido un temblor.  Recordó la súbita sensación de inseguridad al notar que sus pies resbalaban, que el suelo se movía y ese ruidito ronco y amenazador que subía de las entrañas de la tierra.  A su alrededor la gente seguía conversando y caminando como si nada pasara.  En efecto, el temblor duró muy poco y pronto volvió a sentir el suelo quieto bajo sus pies.  Respiró más tranquilo.”

“Cuando el portón se cerró tras ella, Marta sintió que la lluvia era más densa; ahora caían sobre su cara unos goterones gruesos y oía truenos a lo lejos, sobre la cordillera.  Estuvo inmóvil, mojándose, sin saber qué hacer, dónde ir.  ¿Volvería a casa de su marido?  No, nunca: sobre eso no tenía dudas.  ¿Se mataría?  Tampoco, ella jamás se sentiría derrotada.  Apretó los puños.  No había vuelta atrás.  Siguiendo un súbito impulso, echó a caminar.  Estaba empapada pero resuelta.”

“Un silencio ominoso siguió a las palabras del Jefe.”

“Hubo una larga pausa durante la cual reinaron en el despacho un silencio sepulcral y una inmovilidad absoluta de todos los presentes.”

“Otro silencio eléctrico siguió a sus palabras.  Esta vez Jacobo Árbenz se levantó de su silla y habló de pie, con voz muy firme.”

SACHERI, EDUARDO: Lo mucho que te amé

Dedico esta novela a mi mamá, Nilda,

a mi hermana Alejandra,

a mi abuela Nelly,

a mi tía Pirucha

Y a mis primas Virginia y Mariana.

Porque sus voces son la música de mi niñez.

“Escucho la puerta de calle y el sonido de la cerradura.  Los pasos de Delfina.   Debe haberse llevado los zapatos de taco alto, los negros con la hebilla plateada, por cómo suenan sus pasos en las baldosas del pasillo. Ahora debe habérselos quitado para  no hacer ruido delante de las habitaciones.  Apenas un rumor sordo de telas la acompaña hacia el dormitorio.  De todos modos dejo de escucharla porque me distrae otro sonido.  El de unos pasos en la vereda.  Tiene que ser Manuel el que pasa por delante de mi ventana.

Me resulta extraño pensar en Manuel pasando a un metro de donde estoy, tendida en mi cama, en la habitación a oscuras.  El ruido empieza a decrecer.  Ya ha pasado.  Aguzo el oído pero nada.  Sus pasos acaban de perderse más allá de la esquina.”

“Ahora mi voz es un susurro.  Un susurro desquiciado, un susurro asesino, pero susurro al fin.”

HEMINGWAY, ERNEST: Cuentos

La breve vida feliz de Francis Macomber

“Había comenzado la noche antes, cuando se despertó y oyó el león rugiendo en algún lugar inconcreto, río arriba.  Era un sonido grave, rematado por una especie de gruñido mezclado con tos que parecía proceder de delante de su tienda, y cuando Francis Macomber se despertó en plena noche para oírlo tuvo miedo.  Oía a su esposa respirando plácidamente, dormida…

… por la mañana, mientras desayunaba a la luz de un farol en la tienda comedor, antes de que el sol saliera, el león volvió a rugir y Francis pensó que estaba en los límites del campamento…”

“Justo en ese momento el león rugió con un gemido cavernoso, repentinamente gutural, una vibración ascendente que pareció sacudir el aire y acabó en un suspiro y un gruñido intenso y cavernoso.»

Mi viejo

“Yo retrocedía y me sentaba a su lado y él sacaba una cuerda del bolsillo y comenzaba a saltar a la comba al sol con el sudor empapándole la cara, y él venga a saltar a la comba en medio de una nube de polvo blanco y la cuerda patatí, patatí, pat, pat, pat, y el sol cada vez más caliente, y él saltando cada vez más deprisa, subiendo y bajando un trecho de la carretera.  Os digo que era un gusto ver a mi viejo saltar a la cuerda.  Podía hacerla girar deprisa o despacio y con todo tipo de filigranas.»

El gran río Two-Hearted

“Hubo una larga sacudida. Nick pegó un tirón y la caña cobró vida peligrosamente, se dobló, el sedal se tensó, salió del agua, se tensó, todo ello en un tirón fuerte, peligroso, constante.  Nick se dio cuenta de que la hijuela se partiría si la tensión aumentaba y soltó sedal.

El carrete vibró en un chillido mecánico cuando el sedal se desenrolló velozmente.  Demasiado deprisa.  Nick no pudo controlar la velocidad a que salía, y el sonido que emitía el carrete se  fue haciendo más agudo a medida que se soltaba sedal.

Ya con el alma del carrete asomando, el corazón casi detenido de la emoción, echándose hacia atrás contra la corriente que le subía helada por los muslos, Nick metió el pulgar de la mano izquierda en el carrete para sujetarlo.  Resultaba incómodo meter el pulgar dentro de la estructura del carrete.”

“Che ti dice la patria?”

“Habíamos abandonado la zona de bosque; la carretera se alejaba del río para comenzar a ascender; el radiador hervía; el joven miraba irritado y suspicaz el vapor y el agua de color óxido; el motor chirriaba, y Guy tenía los dos pies en el pedal del acelerador; íbamos en primera y el coche subía y subía, retrocedía, avanzaba y subía, y por fin llegó arriba.  El chirrido se detuvo, y en medio del reciente silencio se oyó un estruendoso borboteo en el radiador.  Estábamos en lo alto de la última sierra que había por encima de Spezia y el mar.  La carretera descendía con curvas breves y apenas pronunciadas.”

Ahora me acuesto

“Aquella noche nos tendimos en el suelo de la habitación y escuchamos comer a los gusanos de seda.  Los gusanos de seda comían hojas de morera y toda la noche los oímos comer y el susurro que hacían entre las hojas.”

“Y aquella noche escuchaba los gusanos de seda.  Por la noche se puede oír comer a los gusanos de  seda muy claramente, y me quedaba con los ojos abiertos y los escuchaba”

“Estábamos echados sobre unas mantas extendidas sobre paja, y cuando nos movíamos la  paja ruido, pero a los gusanos de seda no les asustaba ningún ruido que pudiéramos hacer, y seguían comiendo tranquilamente.  También estaban los ruidos de la noche a siete kilómetros al otro lado de las líneas, pero eran distintos de los pequeños ruidos que se oían  en la habitación a oscuras.  El otro hombre que había en la habitación intentaba permanecer en silencio.  Entonces volvió a moverse.  Yo también me moví, para que supiera que estaba despierto.”

“Le  oí girarse debajo de sus mantas, sobre la paja, y al poco se quedó muy callado y lo escuché respirar de manera regular.  Luego comenzó a roncar.  Estuve mucho tiempo escuchándolo roncar, y cuando dejé de escucharlo roncar me puse a escuchar comer a los gusanos de seda.  Comían sin parar, y se oía ese susurro entre las hojas.”

TANIZAKI, JUNICHIRO: Cuentos de amor

“La niña lo escuchó y lanzó un gemido fino como un hilo”

“El contacto con el kimono interior, con el cuello, con el koshimaki, esa especie de combinación de crepé que va debajo, con las mangas largas de seda roja haciendo frufrú, comunicaba a mi piel sensaciones desconocidas y voluptuosas, comparables a las que debe experimentar con delicia la epidermis femenina.”

“Cada una de sus palabras, cada una de sus frases despedían un eco tan melancólico que resonaban en mi pecho como la melodía de un país remoto.”

“Apenas giró el tirador, el desconocido entró tambaleándose y el eco de sus pisadas retumbó como si calzara unos zapatos muy pesados”

“Posteriormente, como Gotoba, condenado por haber conspirado contra el sogunato, fue desterrado a la isla de Oki, donde pasó diecinueve años, quizá recordara con frecuencia, al oír el sonido de las olas y el viento de aquella inhóspita isla, el paisaje de Yamazaki y las espléndidas fiestas celebradas en palacio.  Yo soñaba con aquellas celebraciones mientras resonaba en el fondo de mis oídos el sonido de los instrumentos de viento y cuerda, el arrullo del agua de la fuente y la charla amena de los nobles.”

“Después de apurar la última gota, tiré la botella al río.  Entonces advertí que las hojas del cañaveral temblaban.  Miré hacia el lugar de donde procedía el susurro de las cañas al moverse.  Entre las cañas había un hombre agachado, como si fuera mi sombra.”

“Me vi casi obligado a aceptar el recipiente y el hombre me sirvió el sake, que emitía un sonido agradable al ir cayendo en el cuenco.”

“Tal vez por eso me parece saborear mejor la verdadera esencia de los poemas antiguos, esos versos que dicen: “Me ha sorprendido el ruido del viento”, o “El viento otoñal hace temblar la persiana de bambú de mi estancia.  Pero no detesto el otoño a pesar de su melancolía.”

“Cuando pasamos delante del chalet de un vecino acaudalado de la zona, de entre los árboles frondosos nos llegó el sonido de los tres instrumentos tradicionales de cuerda, ya sabe usted, el koto, el shamisen y el kokyu.  Mi padre se acercó a la puerta de entrada y aguzó el oído.  Bordeó el muro alrededor de la casa grande y yo lo seguí.  Al aproximarnos al jardín del fondo, oí más claramente la melodía del koto y del shamisen, junto con un murmullo sutil.  En esa zona había un seto verde en lugar de muro y mi padre atisbó por el intersticio del follaje sin moverse.  Con la cara pegada al seto, yo lo imité y me puse a mirar por el espacio libre que dejaban las hojas.  En el jardín de césped había una colina y un estanque con una fuente.  Vi que en un pabellón que se elevaba sobre una isleta artificial en el estanque, tan alto como el de un edificio de la era Heian y rodeado por una galería, cinco o seis hombres y mujeres celebraban un banquete.  Al lado de la barandilla había una mesa con botellas de sake, velas y ramas decoradas.  Parecía que celebraban una fiesta de plenilunio.  Una mujer tocaba el koto sentada en el lugar de honor; una criada con el pelo recogido al estilo shimada, el shamisen, y un maestro músico, el kokyu.  Los veíamos bien desde que estábamos así como a unas criadas que, también con peinados simada, bailaban agitando abanicos delante de un biombo dorado, aunque no podíamos verle la cara.”

“Parece ser que su motivación principal era silenciar los rumores.”

“Durante un rato se apreció un ruido que se acercaba de lejos y luego se alejaba.  Mientras la mujer decidía si se trataba de un chaparrón, el ruido se acercó de nuevo desde la lejanía, y cuando parecía sonar encima del techo, se alejó sigilosamente y después se desvaneció.  Al cabo de un rato, el ruido empezó a escucharse otra vez.  ¿Dónde estaría Lily en este instante? ¡Ah, si por lo menos estuviera de regreso en la casa de Ashiya!  Extraviada en una noche tan lluviosa se calaría por completo.  Shinako estaba preocupada porque no había avisado todavía a Tsukamoto de la fuga de la gata.”

“Entonces, una vez que el chaparrón aporreó nuevamente el tejado, algo chocó con el cristal de la ventana,  la mujer se puso de mal humor: creyó que el ruido era causado por el viento.  Luego, algo más pesado que el viento impactó contra el cristal dos veces seguidas y se oyó apenas:

  •  Miau.

La mujer no se podía creer que la gata hubiera regresado allí a esas horas de la madrugada.  Sorprendida, aguzó los oídos.  Se oyó de nuevo:

  •  Miau.

Tras este maullido, hubo otro golpeteo en la ventana.  Shinako se levantó corriendo y descorrió la cortina.  Esta vez se oyó claramente más allá de la puerta:

  •  Miau.

Una vez más sonó el golpe en el vidrio, al tiempo que pasó una sombra negra.  Shinako, que podía reconocer los maullidos de Lily, estaba segura de que la sobra era la suya.  La gata nunca había maullado estando en su habitación, pero sin duda era el mismo maullido que la mujer escuchaba a menudo en la época de Ashiya.”